Cuerpos enfermos: una enfermedad sin nombre y una amistad que sucede con mucha frecuencia
Diminutos puntos negros se zarandean de un lado a otro, zigzagueantes y sin orden, configurando en el espacio cerrado una nube de hollín escurridiza, simétrica que atavía el devenir de cada gesto, cada respuesta, con notorio averno. Esta nube asimétrica y veloz, espesa y atronadora, de moscas o, lo que es igual decir, de chancros renegridos aéreos; atacan la débil humanidad que intenta concebir en sano orden necesidades excretorias. El recipiente de loza esmaltada, en realidad, en un principio de porcelana blanca y visualmente vitrificada, pero ahora, profusamente apergaminada; con una tonalidad amarillenta e híspida, desgastada, también visualmente fragmentada; aspecto adquirido por líneas que surcan serpentinamente la estructura. Este recipiente o poceta sirve como trono, posiblemente el único y último trono al que puede aspirar esta polvareda celular, hombre caucásico de imagen decimonónica y cansada. Está sentado, esperando el término de sus necesidades; al unísono, también espera el término de su conciencia, naturalmente lo espera ya hace mucho. De hecho es lo único que aún conserva. Todo lo que formó parte de su intimidad no está ya en el plano inmediato, en su entorno. Su esposa falleció a causa de un cáncer de mama que no fue detectado a tiempo. Y sus hijos, dos criaturas que ya no son tan criaturitas de mamá y papá, aún viven, pero lejos, muy lejos y es poca la relación que mantienen con su padre. Ya no son criaturitas hermosas, pero, muy en la lejanía, en la incapacidad de relación paternal aprehendida gracias a las teorías de la vida epicúrea, tienen como todos los adultos a esa edad, en la veintena, la máscara de lo ignoto, de lo desconocido, es decir, de lo que está lejos, muy lejos. Tan sólo la capacidad de recordación los mantiene ahí; en una imagen fatigada e imprecisa.
Aunque muy aquejado por lo que parece ser una inmanencia hollinezca de su baño, logra terminar su defecación. Muy tembloroso y con dificultad logra ponerse en ambos pies, necesita asear con papel higiénico la zona que, anatómicamente dispuesta a la expiación por digestión, quedó embadurnada de materia fecal. No se puede precisar si por la longevidad del aparato gástrico que normalmente propende al detrimento o si por la ingesta de comida chatarra, es que los restos fecales en la zona perianal son tan duros, densos y espesos. La estera fecal se torna muy difícil de asear luego de cada evacuación. Con las rodillas ligeramente flexionadas y con el tronco inclinado hacia adelante, consigue alzarse victorioso en su higiene; en su estado, no repara en ver cada trozo de papel higiénico luego de frotarse. De seguro ya ha visto cosas peores. Como un tumor de mama. Pero eso es ya memoria íntima.
La estela aérea, como de nubes entreabriéndose y cerrándose, le da espacio para salir. Lo despiden. Pero este hombre, con decrepitud graduada por la enfermedad y los años, hace un gesto de desdén a su salida del baño. Respira otra atmósfera, tan cansada como él, pero sin hedores fecales y sin moscas. Toma asiento en una de las sillas del comedor, frente al balcón de la sala de estar; frente a él, en la mesa, reposan los restos de un cigarrillo. Benditos los domicilios donde los ceniceros cumplen su destino. Ahí, una cajetilla de cigarros; una caja blanca con bordes rojos y con el título “Marlboro rojo, sin filtro”. Saca uno de la caja y lo enciende con un fósforo. La lumbre es la única luz agradable; las volutas se desprenden del cigarrillo, como fantasmagorías danzantes, uniéndose a la atmósfera languidecida. Con sentida flojedad, empieza a fumar; la nicotina inhalada encuentra a su paso, mientras desciende por las vías aéreas, un tejido blando similar a la superficie de las hojas que, tras haber permanecido inamovibles durante la estación fría, caen ante el repente otoñal; tejido marcescente que espera la estación aquella, irremediable y sistemática, que es significación de la caída. Al llegar a las burbujillas alveolares, cárdenas y rígidas, se propaga hacia el torrente sanguíneo abemolando el grito silencioso del estrés, proporcionando distensión y grandioso instante de pausa. Termina de consumir su cigarrillo y lo apaga contra la superficie del cenicero. Piensa en encender otro. Qué más. Uno más, uno menos; en su estado nada es llamado de muerte sino que todo es la muerte misma indurándose antes de abrir sus pétalos.
Alguien toca el timbre de su domicilio. El sonido es frío y preciso, casi cortante. Logra ponerse en ambos pies con dificulta. Y avanza hacia su puerta. No le importa observar por el ojo mágico de quién se trata. Abre la puerta. Es un viejo amigo que vive al frente. Lo saluda como de costumbre con un tono áspero y ronco, vilipendiado por el agua ardiente:
—Ernest, abre ya. Mueve tus brazos, anda. Viejo maricon.
Ernest saca las llaves de su bolsillo e introduce la llave para abrir la reja. Responde como de costumbre; con cansancio. Su amigo, Arnold, le da una palmada en el hombro. Siempre lo hace con desdén, como buscando el rompimiento de la articulación giratoria del hombro.
—¡Viejo decrepito! —Vocifera Arnold. —Fumemos un cigarrillo como siempre, no quiero que te marches sin antes dañarte un poco más, si eso es posible.
—Acabo de terminar uno antes de que llegaras. —Responde, arrancando las palabras de su pecho.
Toman asiento en el mueble de estar. Arnold es un hombre de corta estatura, viejo y acabado en toda forma posible. Regordete. Siempre con camisa a cuadros, con pantalones cómodos que no aprieten su abultado vientre; cada vez que puede, sale de su domicilio con los pantalones desabrochados. No le gusta aprisionar su abdomen engordado y pronunciado. En su otra vida, esa vida de hace treinta años atrás, dirigía una pastelería. Fue un largo camino como catador de postres para recibir la congratulación de la diabetes. Pero no le importa. La enfermedad es un capitulo impostergable para la carne. Estos dos lo saben muy bien. Arnold trajo su propia cajetilla de cigarrillos. En la mesa de centro hay otro cenicero con abundante resto de cenizas. Ese está ahí para las visitas de éste. Pasa un cigarrillo a Ernest y le tiende el otro brazo con el encendedor. Ahora en enciende el suyo. Ambos dan una segunda calada al unísono, como buenos fumadores que han desarrollado sincronía.
—¿No han pasado por aquí? —Pregunta Arnold, refiriéndose a los hijos de Ernest.
—No son como tú. —Le responde.
—¿Cómo como yo?
—Solitarios y sin mujer.
—Es un don compartido por ambos. —Responde, mientras enciende otro cigarrillo. —Me encanta esta mierda. Dos piratas surcando esta mar de soledad. De dulce soledad. Esa es la amistad.
—Sé que no sabes quién carajo fue Borges; pero él decía que la amistad no necesitaba frecuencia. Esto es demasiado frecuente, ja. —Apaga su cigarrillo contra el cenicero y prosigue. —Es raro, pero cuando no hay vulvas acechando o cuando no hay pensiones, estas conversaciones son tan frecuentes como las ladillas.
—Vulva… Me gusta esa palabra. —Susurra Arnold, antes de dar una profunda calada a su cigarrillo. —Me suena a «memorias escritas en un geriátrico». Es una palabra dulce como amarga. No sé cómo explicarlo. Tenemos que, no sé, vulvarizar un poco esta soledad. ¿No crees?
—Deja ver tan seguido «two and a half men», regordete soñador. —Y suelta una carcajada que pronto se ve oprimida por la menguada elasticidad pulmonar.
—Es eso o estar aquí. Es lo que me queda. Es lo único bueno que hay en tv. No me gustan esos dramas almibarados tan, cómo le llaman, eso, creo que niu eich. No sé cómo pronuncia ni como se escribe. Pero es una pendejada de sitcom.
—Supongo que el personaje con el que más te identificas es con Jake. Regordete y pendejo. —Ambos ríen vagamente.
—Oye —Arnold adopta un tono serio —¿cómo sigue esa cosa alojada ahí abajo?
—Estoy dejándole el campo abierto. Que haga conmigo lo que sea. Igualmente no me pierdo de mucho. Parezco un vegetal. Sólo que no estoy en ninguna ensalada. No hay mucho que salvar. Ya encontrarás un destino similar, es lo mejor en estos momento. No es lucha. Tampoco hidalguía. Es cansancio y burla.
—Supongo que cualquier enfermedad adquiere renombre cuando se lucha contra ellas. Mucho protagonismo inmerecido. Qué carajos.
Ambos toman otro cigarrillo de la cajetilla. Los encienden. La lumbre es lo único que aclara. Las volutas revolotean alegres mientras encienden el televisor. Empiezan a transmitir two and a half men. Dan un calada honda, mientras ven a Charlie llevar a una desconocida a casa.
Buenísimo como siempre, gracias por dar nivel a esta plataforma. El equipo Cervantes apoyando el contenido original y de calidad de los artistas hispanoblantes.
Gracias a ustedes @sancho.panza
Excelente. Tienes igual de talento en narrativa, sin despegarte de tu estilo marcado. Se siente el aire de furia amenazante que es la enfermedad. Y quizás un algo triste y épico que siempre sera la conversación de dos amigos burlándose del mundo.
Ciertamente, mai frien. Gracias por pasarte un rato.
Buen post, he de realizar una osadía, considera algunas técnicas de redacción respecto a la longitud del párrafo, tienen 23 lineas y es algo agotador leerlo. Saludos
Hola, mira sí. No está de más. Saludos.
Great post there, keep up good work !
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Amigo, como siempre... es genial leerte!!
Un gran abrazo.
Como siempre tú. Besossss
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Me he sentido por un momento esa polvareda celular, la atmósfera del cuento te absorbe. Al menos vulvarizan por medio de Charlie.
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