Fragmentos nocturnos

Escribir de noche tiene cierta aura mística. Sobrenatural si se quiere. Podría decirse, no sin razón, que son mis momentos favoritos del día. Sin embargo, mucho más introspectivo, es andar por la ciudad anochecida. Ya a medio sol, tapizado bajo los mantos de la muchedumbre y el torrente de ruido, la Furia te hace recordar que es, y siempre será, mestiza. Hay ciertos indicios, en los entresijos de la algarabía, de que nunca ha olvidado su pasado esclavo, tiránico, mágico. Que dentro de su aparente docilidad sigue naufragada en un tiempo remoto. Estoy seguro, por otro lado, de que en casi cualquier parte del mundo el progreso de la civilización se mide en que “cada tiempo futuro es mejor”, en cambio, en Latinoamérica, cada tiempo pasado “fue magnífico”. Los sobrevivientes de la Furia somos seres intemporales, que se mueven como “si esto ya lo hubieran vivido”. Estas advertencias de su dependencia al pasado, su rebeldía esclavista y su magia solo se hacen completamente visibles en la Furia de noche. Cuando al regresar a casa oyes a los lejos los tambores profundos y los gritos extasiados de una religiosidad al margen. Como, por otra parte, es toda la ciudad sin luz. Allí todo es marginal, se hace patente su lado oculto.
El cielo ennegrecido brilla con los fuegos de viejas batallas.
En los últimos tiempos, dada la fuerte migración, en la ciudad se hace oscuro muy pronto. Muchos, en su respectivo rincón del continente, se han hecho eco de esta cualidad casi misteriosa de las capitales. Sobre todo, muchos poetas han cantado a esa mitad negra, indómita, de la Furia. Quizás por eso los caudillos siempre han encontrado tan buena acogida entre nosotros. Porque la única manera de detener esa rabia, esa fuerza hercúlea aparentemente desvanecida, es con más rabia y violencia. Al menos así lo hemos entendido