Tenía más de un año acercándose a ella: la invitaba a comer helados, le regalaba libros, le acompañaba en excursiones, se ofrecía a llevarla a los eventos culturales que frecuentaba; nunca le habló de aquel sentimiento obstinado que solo le hacía pensarla, él supuso que la música que escuchaban sería su cómplice, o que aquellos cuadros abstractos le desentrañarían esa verdad que ya se evidenciaba en sus ojos. El error de los presuntuosos.

Ella disfrutaba su compañía, reía con él y le contaba sus inquietudes, como al amigo que siempre estaba allí para escucharla; sospechaba de su interés, pero no se sentía atraída. El era pedante con sus alardes de sabiduría, y un poco chocante cuando le llevaba la contraria, cada vez ella opinaba acerca de algún escritor: la sempiterna arrogancia.

Él se dio cuenta de su distancia y dejó de frecuentarla; hasta asumió un comportamiento de macho resentido. Ella siguió su vida, sus lidias familiares la llevaban al garete, por lo que se refugiaba en sus clases de teatro, sus ensayos, visitas a la biblioteca y conciertos.

Un día él se llenó de fortaleza y decidió esperar que saliera de la vieja casona, usada como recinto para las prácticas culturales; ese día se presentaba un virtuoso guitarrista. Él sabía que ella iría, cuando saliera le estamparía un beso y le diría en dos platos que estaba enamorado y ya.

Una fina lluvia había hecho la tarde nebulosa, la gente pasaba apresurada debajo de sus paraguas, él veía la hora en su teléfono y esperaba debajo de un dintel, solo sus botas rústicas recibían el riego precario pero constante, de finas gotas que iban deslizándose hacia la acera, al igual que sus pensamientos, que reconstruían una y otra vez la mejor manera de abordarla.

Un sol muy débil se asomó pasada la lluvia. Él creyó escuchar la risa esperada y se despabiló, se oía más cerca su voz, algo nasal, infinitamente repetida en su mente. Era ella. Venía aferrada al costado de un mequetrefe, que había estudiado con él el semestre anterior y al que aborrecía por salamero y metiche; se reían y besaban divertidos frente a todos. Ella ni veía para los lados, pero mejor que ya no lo hiciera: él se había quedado absorto mirando aquel farol sin luz, que abominablemente exageraba el azul, que otrora había admirado en los ojos de su inaccesible amada.