Como ojo que mira adentro, afuera y hacia otros mundos
el espejo lleva parte suya en nuestras almas.
Nuestra esencia llena su claustro de lunas escaldadas,
invocando señales antiguas donde uno es otro y otro, ninguno.

Luna rota es nuestro espejo cuando nos refleja.
Luna roja, cuando algún veneno somete y lo declara inocuo.
Luna nueva, cuando esconde algún recelo hoscoso.
Luna llena, cuando implorando por nosotros, se rebela.

Mi espejo roto se ha quebrado el alma por mí.
Ya no cuenta glorias pasadas, porque no son mías
son de él. Se arrastra como débil metáfora de un sueño sin fin,
roto en pedazos de siempre, pedazos de antes, cuando trasvertía.

Cada trozo cuenta como cicatriz de guerra,
buscando como forma de venganza, el pegamento que nos junte.
Cada trozo es un yo inmolado a la comprensión postrera
de los orígenes absolutos y de los destinos infinitos que nos unen.

La realidad no diferenciada de todo lo que podría ser
para siempre en la eternidad infinita es el yo atrapado en el espejo,
condenado en el cristal del holograma a una vida de parecer
sin ser finito, es un acto de volición en un momento hipotético reflejo.

Somos trozos de universo refractados por una luz mujer.
La infinidad colmada por el infinito nos envuelve,
los actuales convergen con los potenciales que esperan aparecer
dentro de la infinidad por una suerte de autovoluntad que nos absuelve.

Pero el espejo encierra mucho más que la Deidad incognoscible,
esa fase del Infinito presentida y acoplada a nuestro ser
como realidad actual experiencial, insondable infinidad infalible,
revelación parcial del infinito, universo de los universos sin ver.

El espejo roto libera innumerables huestes de personajes habitantes,
es un vasto y complejo organismo que los alberga y difumina,
que revela la primacía de la Primera Fuente y Centro para nuestros semejantes.
Y es tan cierto como el universo maestro y su comedia divina.

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