Mentís al Cuerpo Liberado

in #spanish7 years ago (edited)

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Introducción

En Carta sobre el Humanismo, Martin Heidegger nos habla del lenguaje como un aspecto fundamental de la experiencia filosófica. A través de él expresamos nuestra mundanidad, nuestra experiencia tejida entre el ser y el estar haciendo en el mundo. El lenguaje atraviesa la racionalidad occidental por las demandas, algunas veces infames, de la gramática y de la lógica, de tal manera que, bajo esta panorámica, aprendimos a decir desde la adivinación confusa y espesa donde suelen ocultarse los sucesos fenoménicos. “Liberar al lenguaje de la gramática para ganar un orden esencial más originario es algo reservado al pensar y al poetizar”, dice el filósofo. Por una de esas calles laterales de la filosofía se ha pretendido desafiar a la historiografía dominante sostenida sobre las bases de un a priori platónico desde el cual se construyó una gramática y una lógica, no sólo al lenguaje, sino al cuerpo que lo dice con timidez espesa. Por esas calles laterales de la filosofía, a veces luminosas, a veces muy oscuras, se fraguó la construcción de una razón corporal más allá de una episteme judeocristiana que abriera los espacios para el nacimiento de un cuerpo fáustico donde la carne se transformara en recinto hospitalario y no tuviera cabida la malsana pedagogía de la muerte agazapada entre los resquicios de la gramática atávica de la racionalidad cartesiana.

Hablamos de una filosofía que tiene como punto de partida una fenomenología de la corporeidad en cuya sombra luminosa se fermente un ser carnal latente; es decir, y como señalara Merleau Ponty, un ser tejido desde una conformación entre la carne del mundo y la carne del cuerpo, entendiendo que la carne del mundo es la extensión ontológica de lo sensible que no accede a la condición de sentiente. El cuerpo propio en una transparencia que respira de la carne del mundo, y, al mismo tiempo, es otra misma transparencia que, por ver y tocar las cosas, es carne del cuerpo. El cuerpo ser de doble dimensión: un lado sensible que se manifiesta tanto al prójimo como a sí mismo, y un lado sentiente que sólo es accesible a sí mismo. Merleau Ponty en Lo visible y lo Invisible asegura que la carne del cuerpo configura su ser sensible, a quien contempla como ser visible y tangible, como un puente entre sí y el conjunto de cosas sensibles, es decir, lo que ha definido como la carne del mundo. Por tal razón, el cuerpo se transforma en elusiva potencia posibilitadora de infinidad de órdenes metafóricos, puesto que, ya lo hemos apuntado, también es advertido como recipiente donde tiene morada la experiencia originaria de donde mana todo conocimiento que permite desafiar lo interior y lo exterior, la alteridad y la mismidad, la cultura y la materia, el sujeto y el objeto. El cuerpo se abre desde sí mismo para mostrarnos el intemporal acontecimiento por el cual transita la experiencia infiltrándose a través de la piel, transformando toda exudación corpórea en una irradiación del universo cultural. He allí por qué Nietzsche comprendió que no hay más razón que el cuerpo.

Otra gramática para el cuerpo. Otra manera de decir al cuerpo alejado del cálculo frío e inhumano de la racionalidad. He allí el imperativo que la modernidad no supo solventar. La racionalidad moderna le endilgó más fantasmas a un cuerpo ya atiborrado de espectros demenciales. El cuerpo se transformó en el lugar irremediable al que se está condenado. Foucault entenderá, por ejemplo, que es contra él y como para borrarlo por lo que se hicieron nacer todas las utopías de la modernidad. En el vientre de la modernidad se emprendió el tejido que ha buscado darle invisibilidad al cuerpo visible. Hizo del cuerpo el lugar fuera de todos los lugares a través de los distintos maquillajes de los cuales se sirvió. La ciencia moderna acarició al cuerpo desde la frialdad mortuoria del laboratorio diseccionándolo, adhiriéndole certezas que lo ataban a un mundo avergonzado por las utopías, las nuevas posibilidades. Abierto en dos sobre la mesa quirúrgica se habló sin cortapisas de un cuerpo liberado. Por un lado, las ciencias contándonos un cuerpo por partes. Asfixiándolo de funciones biológicas, nuevo camino empleado para hablarnos del pecado. Por otro lado, la sociedad moderna, compulsivamente moderna, redefinió la imaginería que sobre el cuerpo se tenía -¿se tenía?- y, desde la fruslería de las revistas, la publicidad y la televisión se promovió al cuerpo como producto que convoca a la identificación, incluso en la diferencia. Cuerpos que comen los mismos alimentos. Cuerpo que llevan las mismas ropas. Cuerpos que escuchan la misma música, los mismos cantantes. Cuerpos que se entretienen en los mismos programas, que compran la misma línea de autos. Pareciera que no hay otro camino distinto más que lo idéntico. Una igualdad enfermiza, de fachada cuya proclamación repetida se ha propuesto borrar de la representación toda afirmación de una alteridad. Entonces, de qué hablamos cuando hablamos de un cuerpo liberado: hablamos del cuerpo moderno.

¿Cuerpo liberado? El cuerpo moderno

El cuerpo es la parte material de los seres animados. ¿Sólo material? Esta conjunción trascendental de elementos de todas las clases cuyo funcionamiento está muy lejos de haber sido totalmente desenmarañado, contenido por una piel que lo sujeta a la vez que lo extravía del mundo –ya extraviado en sí mismo–, es lo que constituye concretamente un ser humano. Este ser humano, ciertamente, es mucho más que su cuerpo, entendiendo de antemano que el cuerpo siempre es otra cosa, pero sin él, está claro, no existe. El cuerpo, así lo entiende David Le Breton, es un tema que se presta esencialmente para el análisis antropológico, puesto que pertenece al linaje indentitario del ser humano. Desde el cuerpo, donde habita el rostro que respira nuestro andar existencial, el ser humano se afirma vivo. Vivir es reducir –ampliar, quizás multiplicar– el mundo al cuerpo, a través del retablo simbólico que éste encarna. Todas las civilizaciones han tenido cierta consciencia de esta realidad, su estabilidad, la opacidad del cuerpo a la mirada, al tacto, al olor, al conocimiento, y todas han suscrito a través de un conjunto de reglas necesarias y ajustadas al carácter siempre improbable de la naturaleza de lo que animaba al cuerpo.

Voltaire en su Diccionario Filosófico expuso que, del mismo modo que no se sabe con certeza qué es el espíritu, se ignora también qué es el cuerpo exactamente. A pesar de conocer ciertas propiedades de las cuales está dotado, sigue siendo un desconocido. El cuerpo sigue siendo un desconocido debido a que mientras hay una aproximación a su composición, su mecánica y su química, esta acción parece, al mismo tiempo, alejar a quien se aproxima a su esencia. Esas manifestaciones esenciales interrogan constantemente y al no poder ofrecer una respuesta satisfactoria, la racionalidad activa su perversa relación de complementariedad con la superstición: “Es una regla psicológica que la sombra aumenta proporcionalmente con la luz; así, pues, cuanto más racionalista se muestre la conciencia, más ganará en vitalidad el universo fantasmal del inconsciente”. Lo viviente se abre paso, confronta al ser humano con los límites de su cuerpo, con esa forma de materialidad en que, con toda ambivalencia, el mismo ser humano se encuentra entre su humanidad y su animalidad. Entre mundo y medio. Entre el control y su ilusión. De tal manera que, la existencia del ser humano es corporal, pero nada es más misterioso para ese ser humano que el propio espesor de su cuerpo.

El cuerpo moderno, así lo ha entendido Le Breton como buena parte del pensamiento antropológico contemporáneo, es un entramado de rupturas proveniente de la disolución del sujeto con los otros, con el cosmos y consigo mismo. El cuerpo occidental moderno es el espacio carnal de la interrupción, el ámbito objetivo de la soberanía del ego, parte indivisible del sujeto ubicado en el corazón de colectividades en las que la división social es la regla. Nuestras vigentes ideas del cuerpo están estrechamente supeditadas al ascenso del individualismo como estructura social, con la contingencia de un pensamiento racional positivo y laico sobre la naturaleza, con la retracción de las tradiciones populares locales y, además, con la historia de la medicina que representa un saber en alguna medida oficial sobre el cuerpo. El siglo XX se transformó, así, en constante hacer y deshacer del cuerpo intentando dar explicaciones que, en muchos casos, terminaron sembrando más sombras sobre lo que ya estaba bastante oscuro. Ideas que sobre el cuerpo nacieron por condiciones sociales y culturales particulares. Ideas que más bien parecen jalones más o menos significativos, interesadas en la construcción de una genealogía del cuerpo, cada una con pretendida misión de dar respuesta a la frondosa imaginación que despierta, después de todo, el cuerpo que la contiene. La preocupación moderna por el cuerpo, afirma Le Breton, es un dínamo tenaz de imaginario y de prácticas. Factor de individualización, el cuerpo reproduce los signos de la distinción, es un valor.

“El hombre se sabe, se conoce como cuerpo”, sentenciará Lacan. Lo aprende del otro, parcialmente, antes de anticipar su totalidad en el espejo, antes de hacer uso de él, que limita en los primeros tiempos su inmadurez nativa. De entrada tiene su goce, pero no la conciencia que da la entrada en juego del significante. El significante separa en el lenguaje y, por lo tanto, en la vida, el goce del cuerpo, pero, con ello, no se contribuye a mantener buenas relaciones con él. En nuestras sociedades occidentales, el cuerpo es el signo del individuo, el lugar de su diferencia, de su definición. Curiosamente, insiste Le Bretón, al mismo tiempo está disociado de él a causa de la herencia dualista que sigue pesando sobre su caracterización occidental. Es posible hablar, como si fuese una buena frase, de la liberación del cuerpo, manifiesto típicamente dualista que nos recuerda convenientemente que la condición humana es corporal, que “el hombres es indiscernible del cuerpo que le otorga espesor y sensibilidad de su ser en el mundo”. Tal liberación, como es de suponer, es muy relativa, y esto es fácilmente verificable. Las sociedades occidentales se fundamentan en un aniquilamiento del cuerpo traducido en distintas situaciones rituales propias de la vida cotidiana. La modernidad ha cargado al cuerpo de preocupaciones, de temores, al punto de que parece sólo tenerse consciencia de que se tiene un cuerpo ante el dolor y la enfermedad. En tal sentido, ¿puede un cuerpo repleto de preocupaciones, temores y miedos ser un cuerpo liberado?

Los aspectos a los que con frecuencia en la actualidad se aluden son el carácter mecánico e industrial que tornea el cuerpo, ya lo hemos dicho, los discursos biológicos y médicos de las ciencias naturales y de la salud que le restan espontaneidad y expresividad, la inserción del cuerpo en los engranajes económicos de la lógica productiva mediante dispositivos políticos, su sumisión a través de discursos que instauran relaciones de poder siempre caracterizadas por su índole represiva, bien sea en la escuela, la cárcel o el hospital, la definición y construcción de géneros a partir de visiones esencialistas, el deslinde de espacios y ámbitos públicos y privados a través de códigos de comportamiento social e introspección, o la fetichización que resulta de la inmersión del cuerpo en el consumismo. Estas son las utopías advertidas por Foucault y, en virtud de ellas, el cuerpo ha desaparecido. “Ha desaparecido como la llama de una vela que alguien sopla”. El alma, dirá el francés, las tumbas, los genios y las hadas se han adueñado por la fuerza de él, lo desvanecieron en un abrir y cerrar de ojos, soplaron sobre la pesadez que le sembraron, lo enfrentaron al espejo para mostrarle la fealdad que le inventaron y pretendieron restituirlo sólo como un perpetuo amasijo de carne sin profundidad hospitalaria.

Entonces, casi sin darnos cuenta, llegamos al psicoanálisis que partió de un supuesto descubrimiento de que la consciencia no es capaz de abarcar la totalidad de los hechos psíquicos. Entonces Freud descubrió el inconsciente constituyendo así un modo de designar el anudamiento del ser humano a la confección de la palabra, y los efectos que de ello se derivan van más allá de lo que es capaz de avistar. Trastornando, dirá Foucault, todas las superficies ordenadas y todos los planos que reconcilian la prodigalidad de seres, hurgando en una larga incertidumbre en la práctica milenaria de lo mismo y lo otro. Por esa razón, el Psicoanálisis prefiere hablar de sujeto, puesto que evoca la sujeción a lo simbólico que afecta a todos. Esto no significa el desconocimiento de la base orgánica, pero “en tanto se constituye en el seno de lo simbólico, el ser hablante se separa de su organismo como ente natural, sufriendo una merma de su relación inmediata a lo sensible de lo vivo”, concluye Gustavo Dessal. La vida sólo retorna al ser humano –al sujeto– a través del cuerpo, que no es otra cosa que aquello de lo que se goza.

El cuerpo para el psicoanálisis también posee forma, se revela como imagen, de reflejo visible. ¿Qué refleja el cuerpo? La modernidad no lo sabe con exactitud, pero para el psicoanálisis, como la religión de mayor envergadura del discurso moderno, su reflejo siempre tiene algo de engañoso. Producto de la debilidad del ser humano ante el vacío, ante la Nada que lo observa en silencio, dispone de la facultad de fraguar imágenes que serán siempre un reflejo de su propio cuerpo. Esto se encuentra presente en diversas manifestaciones que van desde el hecho cierto de creer que las castas sociales son emanaciones incandescentes del cuerpo de Buddha, hasta la más vulgar y superflua publicidad de automóviles. Para los griegos, cuna del pensamiento occidental, la gran sabiduría estaba representada por el cosmos transfigurado como un cuerpo perfecto. Razón por la cual la política iniciará sus tejidos a partir de la medicina aplicada, como es de suponer al cuerpo social. De allí toda la racionalidad moderna fue imponiendo un profuso alejamiento de las representaciones que pudiesen aproximar al ser humano a otras posibilidades de comprensión de sí mismo y su cuerpo. Descartes propuso vaciar al sujeto de todo contenido mental (sensaciones, percepciones, juicios, conocimiento) por ser propicio a los engaños, pero deja la puerta abierta al yo pienso. El psicoanálisis freudiano dio un paso más radical afirmando que allí donde se cree que se piensa, hay en verdad un vacío, un agujero, una Nada. Jacques Lacan es todavía más radical cuando en 1975 dijo ante un público americano incrédulo que él pensaba con los pies. Palabras más, palabras menos, el cartesianismo aquí enumerado libró a la ciencia del más espeso de sus obstáculos: la representación que siempre emanará de la forma del cuerpo, y le suministró un discurso que no significa nada.

Conclusión

Las representaciones sociales le establecen al cuerpo una posición determinada dentro del simbolismo general de la sociedad. Sirven para nombrar, afirma Le Breton, las diferentes partes que lo componen y las funciones que cumplen, “hacen explícitas sus relaciones, penetran el interior invisible del cuerpo para depositar allí imágenes precisas, le otorgan una ubicación en el cosmos y en la ecología de la comunidad humana”. El cuerpo es una construcción simbólica, no es, en modo alguno, una realidad en sí mismo. De allí las múltiples voces que pretenden, desde el universo de lo representativo, darle sentido a eso que es su misterio, su contingencia inaprehensible. Representaciones que insurgen de la emergencia y del desarrollo del individualismo en las sociedades occidentales renacentistas. La modernidad cartesiana desde su estructuración individualista convirtió al cuerpo en un recinto del sujeto, lugar breve, espacio finito, cárcel de su propia libertad, “el objeto privilegiado de una elaboración y de una voluntad de dominio”. El saber sobre el cuerpo en la modernidad se sostiene sobre la frágil base de la atomización de los sujetos, de la cosificación de la sensibilidad que permite abrir las compuertas a una racionalidad sentiente, cuyo fruto maduro termina siendo la indolente indiferencia como único tejido relacional. Esto termina siendo, dice un inquieto Le Breton, una particularidad significativa de las sociedades dentro de las cuales el individualismo es un hecho consumado y estructurante, que advierte el desarrollo como propio de un carácter plural, polifónico de la vida colectiva y de sus referencias. “En estas sociedades, en efecto, la iniciativa se revierte mucho más sobre los sujetos, o sobre los grupos, que sobre la cultura que tiene una tendencia a convertirse en un mero marco formal”.

El resultado de esta dualidad entre la experiencia social y su incapacidad de integración simbólica es la carencia de sentido que vuelve un infierno la vida. Por esta razón, el ser humano se abandonó en sus propias iniciativas, a su soledad, “desvalido ante un conjunto de acontecimientos esenciales de la condición humana: la muerte, la enfermedad, la soledad, el desempleo, el envejecimiento, la adversidad…”. Esta atomización de los sujetos termina por enfatizar todavía más el distanciamiento entre unos y otros respecto a los elementos culturales tradicionales. Aquí, frente a nosotros, el fruto maduro de los despreciadores del cuerpo desnudados por Nietzsche en el cuarto discurso de Así habló Zaratustra: “Querían escapar a su miseria y las estrellas les resultaban demasiado lejanas. Así que suspiraron: «¡Oh si hubiera caminos celestiales para caminar despacio y sin ruido a otro ser y a la felicidad!» ¡Así que se inventaron sus intrigas y brebajes sangrientos! Y se defendieron de sus cuerpos y de esta tierra, los desagradecidos. Pero ¿a quién le debían en su rechazo espasmo y delicia? A su cuerpo y a esta tierra”. Los despreciadores del cuerpo siguen en ese destierro. En su evasión del cuerpo tienen que valerse de él. Ni siquiera en la nada celestial dejan de estar sujetados a su cuerpo y a la tierra que lo sostiene. Tampoco conciben el sentido de la tierra, pues éste se manifiesta sólo al cuerpo sano: sólo la más sincera y pura voz del cuerpo sano puede hablar del sentido de la tierra. Esto es lo que conocemos actualmente sobre los que desprecian el cuerpo y sobre lo que les resulta imposible. Con ello comprendemos también la encomienda introductoria de Zaratustra a los que desprecian el cuerpo, a los que le dicen a su cuerpo hasta nunca —y se vuelven también mudos, ya que su cuerpo está enfermo: de ahí que sólo puedan querer huirse de la piel, y sólo puedan encontrarse en una falsa relación con aquello que debería hablarles en ellos del modo más sincero y puro. El respeto por su cuerpo les resulta vedado por su falta de salud. Ésta no es una condición desprovista de problemas para el conocimiento: sólo quien está sano puede escapar a los predicadores de la muerte y puede dejar en paz a los transmundanos y dejar que el sentido de la tierra le hable desde su cuerpo.

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