Brincaban, gozaban y reían. Danzaban, trotaban y volaban, sobre mí perturbada cabeza. Ya no respiraba el delicioso perfume de las mañanas, sino un azufre venenoso que hiere al exhalar. Ya no veía las cosas del mismo modo corriente, sino de forma tan fatal, que hasta juro por todo lo que es sagrado que he sido arrebatado del mundo de los vivos.

Miré mis manos, muy delgadas y nudosas, con ausencia de carne y articulaciones en ellas; solo era piel y hueso. Tanteé todo mi cuerpo y me di cuenta que mis funcionales órganos ya no estaban. Percibía un olor pútrido y violento levitando pérfido en la habitación. Mi nariz ya no estaba y al tocar mi rostro me di cuenta inmediatamente que estaba despojado de toda piel y músculo facial.

Me miré en el espejo de mi habitación y observé con horror que rápidamente envejecía. Mis ojos parecían dos profundas cavernas, expresivas bajo la maldad de la muerte. Una espesa, seca y blanca barba cubría la mitad de mi rostro. Los vestigios de mi pálida piel desaparecieron, o mejor dicho, se derritieron ante mí. Solo pude contemplar una cadavérica forma alterada, decayendo en los súbitos efectos de la degeneración.

Lo más raro e importante de este caso, que aunque estaba marcado por una especie de maldición sobrenatural que consumía atrozmente mi cuerpo, era indolente físicamente ante aquella situación. Veía mi cuerpo derruirse, corromperse por la acelerada putrefacción, pero no sentía absolutamente nada.

Pensé, teóricamente, que por lo acelerado de aquella corrupción espantosa, he sido desprovisto de toda sensación nerviosa de dolor o placer. Una situación muy extraña pensé, y que la flaqueza aparente de mí ya inhumano cuerpo solo era digna de riguroso estudio. Después de un largo rato de observar aquel cadáver viviente que alguna vez fue mi cuerpo, comencé a verlo de otra forma, con desagrado y curiosidad.

¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Por qué no puedo sentir siquiera dolor alguno? ¿Si ya he muerto, por qué sigo deambulando el mundo de los vivos?, estoy muerto, no hay ninguna otra explicación. Intenté pensar en otras cosas, pero no podía. Toda mi piel, mis órganos, hasta mis propios ojos habían desaparecido. No se me ocurrió otra idea que sumiera mi alma en la calma que acostarme en mi cama y dormir un sueño profundo. Quizás la muerte se olvidó de mí y solo tengo que esperar a que venga a buscarme.

Al final, un pensamiento alentador se acostó conmigo en lo que parecía ser mi lecho de muerte, colmándome de efímera calma; me reveló, que todo lo que veía y percibía era solo una engañosa ilusión, producto de una enajenación que imperiosa tomó mi mente. Creí en ello, pero solo por un momento, rechacé aquella idea y por lo tanto, ella me dejó, y sin palabras se fue por la puerta.

La muerte se siente bien, es como estar en un campo abierto sin premura ni suplicio, era lo que constantemente me decía…