Volviendo a lo básico

Ésta es la frase que acompaña mi perfil y es la que mejor me define en estos momentos. Les explico a qué me refiero.

Como ya he comentado en algún post anterior, yo provengo de un pueblito y, como todos los adolescentes que decidieron hacer una carrera, y tal y como mis hermanos mayores lo hicieron, yo también me fui a la corta edad de 17 años para poder hacer la carrera que me gustaba: Química. Así, me fui a Mérida (estado Mérida, Venezuela), una ciudad dentro de una universidad, donde la cotidianidad es bastante agitada y la vida social muy movida. Para una chica de esa edad, acostumbrada (y algo fastidiada) a la tranquilidad de un pueblo, todo aquello resultaba muy excitante y atractivo. Después de un tiempo allí, volver a vivir en mi pueblo o en cualquier otro pueblo quedó descartado.
Allí en Mérida conocí a quien es hoy mi esposo y luego de casarnos nos fuimos a vivir a una ciudad un tanto más grande y más agitada: Maracaibo (estado Zulia, Venezuela) y me encantó. ¡Maracaibo hechiza! Ese calor se te va metiendo debajo de la piel y de pronto te sientes parte de la "Ciudad Del Sol Amada", con sus cafés, con su regionalismo, con ese léxico tan rico y jocoso, con su "lago, China, Puente, gaita y hospitalidad, con el calor y la gente de más alta calidad" como dice la famosa gaita de Cardenales del Éxito. Y todo eso estaba muy bien pero así como era chévere todo ese movimiento, también está el lado oscuro de las ciudades: la inseguridad y el estrés. En algún punto comienzas a cansarte y añoras un poco de esa paz que se respiraba en el pueblo y que en muy contadas ocasiones te ofrece la ciudad.

Ciertamente, es muy cómodo vivir en una ciudad grande, al menos así era hasta hace algunos años atrás. Tenías disponible muchos servicios y acceso a cosas que no existen en los pueblos (no acá en mi país), como Internet, farmacias de 24 horas, supermercados abiertos hasta tarde en la noche, restaurantes de todo tipo, etc., pero la calidad de vida en cuanto a tranquilidad, paz y sosiego que encuentras en los pueblos no tienen igual.

De esto no es tan sencillo darse cuenta, no si no lo has vivido antes, no si no has disfrutado de ese estilo de vida previamente. La calidad del aire que respiras y de los alimentos que consumes no tiene igual y eso se refleja en todo, en la forma en que sonríe la gente de pueblo, en su piel lozana, en su salud, en la energía que tienen para hacer las tareas aún cuando se sea muy mayor para hacerlas. No paran, son unas maquinitas, sus días comienzan muy temprano, siempre con un cafecito y una buena arepa de maíz pelado o pilao para desayunar, con queso, cuajada o natilla hecha en casa; con mucho ejercicio porque la actividad física es intensa, con tiempo para todo (porque parecieran ser más largos los días) hasta para recibir una visita inesperada en la tarde que siempre llega porque sí, porque así somos en los pueblos, visitamos a los vecinos para tomarnos un café y echar cuentos.

¿Cómo no querer volver a lo básico? ¿cómo no enseñarle a los hijos que existe otra manera de vivir la vida? Que es además mucho más saludable, debo decir. Comes lo que te ofrece la tierra y lo transformas en alimentos allí mismo, sin aditivos ni conservantes y con mucho más sabor.

Hoy, estoy justo en ese proceso, tratando de conectarme con mis raíces, poniendo en práctica todo cuanto aprendí de mis padres y mis abuelos, procurando enseñar a mis hijos lo que es importante, haciendo todo lo posible por recuperar y poner en práctica todo ese conocimiento popular tan valioso y que dejamos de un lado por la comodidad que ofrecen las ciudades, desde procesar café o maíz hasta hacer el jabón de tierra que solía hacer mi abuela (¡buenísimo para la cara, debo decir!).

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Mi abuela, mi vieja adorada Doña Eloísa

De ella, mi abuela, aprendí muchas cosas y aún me sigue enseñando más. Este año cumple 93 años y aún pega una carrerita de vez en cuando, sobre todo si suena el teléfono y no quiere esperar a que ella llegue para contestarlo. De ella aprendí que para ser feliz no se necesita mucho, sólo lo básico.