#RELATO: Sobre el año de la muerte de Jean Antoine des Champs

in #spanish6 years ago

Saludos steemian@s, steemer@s y steemad@s... Comparto con ustedes un ejercicio narrativo que se ha salvado del olvido varias veces, con el que pretendo rendir homenaje a una ciudad que fue y que, de alguna manera, sé que sigue siendo, aunque dormida en algún lugar de la memoria de quienes la habitaron.

6993903663_a7c0c744d3_k.jpg Aves del Golfo de Cariaco, 2012.

Hubo un año exacto en el que mataron a Antoine, la verdad es que ahora no lo recuerdo; sólo sé de aquel poema que se quedó en los anales memorables de mis épicos almuerzos de feria. Recuerdo la voz emocionada de Niria, leyendo con voz de revelación una hilera de versos como quien desgrana los rezos de un rosario por la alegría de estar vivo.

Acerca de Jean Antoine des Champs, tengo muy pocas certezas. Compenso el olvido del año de su muerte con el recuerdo lúcido del momento preciso de su nacimiento: 14 de mayo de 1947. Sé de un título de abogado, sumario de penas y alegrías, de un breve paso por la vocación sacerdotal, de su gusto por la cerveza fuerte y el escocés mayor de 12 años y sé de sus poemas, memorables como su festejado libro lleno de latinazos, voces que le acompañaron desde una temprana adolescencia cerca de los curas. Por otro lado, nadie sabe como llegó aquel nombre tan francés al corazón de Guanire, pero nadie puede negar que Jean Antoine des Champs, sea un hijo pródigo de aquel viejo barrio de Puerto La Cruz.

No tengo claro si es autoría de Fortunato Malán la biografía (autorizada únicamente por muchos años de amistad con el poeta) en la que un Gran Cacatúo se reflejaba en el espejo de Antoine cuando la mañana le obligaba a sentenciar el paso del tiempo. En fin, el asunto que me convoca a dejar testimonio de mis pocos encuentros con Jean Antoine des Champs tiene que ver con su poética, con su maestría para conjurar, con artificios de brujo viejo, el amor y el sosiego con cadencias de rebeldía, con su modo de ser él a su modo, con sus artes de alquimista para trocar la palabra en sueño, el sueño en pesadilla y las pesadillas en una borrachera de siglos que espanta los malos sueños y (contra lo que pueda pensarse) convoca amores eternos.

Las facultades poéticas de Jean Antoine des Champs son sin duda producto de un enorme talento, cultivado con la lectura de clásicos y vanguardistas sin desprecio o preferencia por tendencia alguna, teniendo siempre escritores favoritos, claro está. También son resultado (porque lo bueno se pega) del roce permanente y cálido con lo más granado de la poesía oriental venezolana de los últimos años; “en casa de María de Magdala las malas compañías son las mejores”, dice una de sus canciones favoritas. Su arte está vinculado a una extraordinaria sensibilidad que le permite escuchar con la misma emoción a la Lupe y a Vivaldi y salir ileso de cualquier desencuentro del corazón. Pero lo que muy pocos saben es que el imaginario de este grande anónimo de las letras hispanoamericanas se alimentó enormemente de un suceso que muy pocos pueden contar en uso pleno de sus peores facultades; uno de esos eventos que cortan en dos la vida sin necesidad de traumas ni mayores crisis; des Champs, en su pequeño estudio de Cumaná, rodeado de la única riqueza que se molestó en acumular, sus libros de toda la vida, tuvo un encuentro irrepetible con la fuerza mayor de nuestros miedos atávicos, con el amo del mal, según la fe de sus mayores, sí señor, Jean Antoine Des Champs tuvo un encuentro con el diablo.

Pasaban de las diez y media en una noche fresca, cuando Antoine, rodó sin mucho esfuerzo el portón corredizo del estacionamiento de Residencias Las Mercedes; un edificio de poca altura en la entrada de Cumaná, a cien metros de la limosa playa de San Luis, única parte del litoral cumanés abierta al Caribe en forma franca, libre del abrazo salitroso y caliente de la península de Araya, brazo norte del profundo Golfo de Cariaco, donde, cuentan lenguas de muchos siglos, queda la entrada a un mundo de seres que brillan desde las entrañas para desalojar la tiniebla profunda y sólida que en el fondo del mar les rodea.
Regresaba Des Champs de una larga jornada de tragos en las que se sentaron las bases para una nueva estética de la duda, se boceteó un tratado sobre la rica tradición histórica-oral de los marigüitos, se redactaron dos proyectos de ley y una propuesta para un decreto sobre ornato y limpieza municipal, se desmontaron las falacias de tres libros y se rearmó la verdad en torno a los versos que dejó en una servilleta un cliente habitual del Bar Sport o del Stanlingrado, eso nunca quedó claro, como no quedó claro en su recuento urgente del día, si fue el clasicismo filoateniense de Fortunato Malán, la jodedera de Carlos Suárez o el genio copioso y fértil del poeta Pereira, igual pudo haber sido Ramón Ordaz en un arrebato de nostalgia por la buena poesía que jamás se ha escrito, el origen de la increíble, pero atractiva, teoría de que en el lejano fondo de la fosa llena por las aguas el Golfo están las puertas de aquello que los antiguos griegos llamaron el Hades, el final del Léucato, el romano Averno. Tal vez fue sólo una casualidad, lo cierto es que años más tarde, le llamaría la atención la canción de Bill Maña en la que el autor asegura que Cumaná es una ciudad señalada por la ira de Dios y que los Cangrejos de su rocoso litoral son los guardianes de las puertas del infierno.

6994008965_b9a4745f93_k.jpg Una vieja canción de Bill Maña afirma que el profundo Golfo de Cariaco es una puerta de Infierno custodiada por cangrejos.

No lo notó entre los libros sobre la pequeña barra que le servía de mesa y que separaba la cocina de la sala de aquel apartamento-estudio que no terminaba de refrescar, pese a lo avanzada de la noche. Fue después de ducharse, tras ponerse la raída franela y el fresco pantalón que le servían de pijama, cuando le llamaron la atención la docena de libros que Fortunato Malán le había solicitado cuidar mientras volvía de Grecia. Eran libros muy especiales para El Hoplita, como solía llamarle no tanto por su amor a la Grecia clásica como por su enrevesado estilo de jugar al dominó. Tan especiales, contaba Malán, que sólo podía confiárselos a él, dado el largo viaje que esperaba hacer. La solicitud del favor había ameritado una visita del Hoplita temprano en la mañana, lo curioso para Antoine, una vez que vio los libros, fue que Malán no le recordara los textos durante la reunión de finales de la tarde ni después de la enésima cerveza, bien entrada la noche.

Se decidió a revisarlos con curiosidad, aunque ya conocía casi todo el inventario y buena parte de las historias que acompañaban la propiedad de aquellos libros. Había una vieja y muy hermosa edición del Quijote, empastada en cuero y con hojas muy finas, donde las letras parecían bordadas antes que impresas. Una novela decimonónica de cuyo valor literario desdeñaban ambos, pero que al parecer provenía de la biblioteca de José Antonio Ramos Sucre en Ginebra. Un Sthendal de lujo, una hermosa edición de la Ilíada y otra del periplo de Eneas cantado por Virgilio. De pronto, sus ojos se detuvieron sobre el título en latín que en caracteres dorados resaltaba sobre el empastado negro de un libro que no llamaría la atención de un ojo lego en los antiguos oficios de la cristiandad católica: Rituale Romanun.

Hacía muchos años no leía en latín. Tras su salida del internado y su renuncia definitiva a la carrera sacerdotal, tuvo ocasión de refrescar su latín leyendo en su idioma original algunos códigos y edictos del imperio romano. Fue un lujo que le mereció algunos admiradores y detractores en el caldeado ambiente de la Universidad a mediados de los 60. Después de allí, fue muy rara la oportunidad que tuvo de leer en aquel idioma, fuera de una Biblia, que había heredado de los tiempos en los que se oficiaba en la lengua de la iglesia, de un sacerdote con quien guardaba un lejano e incierto parentesco. Ahora, tenía enfrente un libro que le resultaba desconocido, pese a las abundantes referencias que sobre él había recibido durante su educación religiosa. Empezó a leer.

Fue como el despertar de una vieja canción en la memoria, el sonido de aquellas instrucciones preliminares en su cabeza le devolvieron la severidad de los años bajo la tutela de los sacerdotes. Pero reconocer una cosmogonía que rigió sus andares en la adolescencia fue como rendirle culto a la nostalgia por tiempos hermosamente duros, los años de un temor amoroso al Dios de sus mayores.

De pronto rompió el silencio de su lectura para pedirle en voz alta un demonio incierto que se identificara; eran los cantos de un ritual de cuatrocientos años que se resistía a la presencia de las fuerzas más oscuras del pensamiento humano en el corazón de los hombres de fe. Señas que solicitaban nombres, causas e inmediata retirada a los demonios que habitaran los cuerpos posesos. De su voz emergió el gusto del reencuentro con una fe añeja, la satisfacción de reconocer el sentido de aquellos sonidos sacramentales, el redescubrimiento de un código bien guardado en la memoria, la resurrección de una lengua casi extinta. El tono de su voz inundaba ya el ámbito del pequeño apartamento, cuando de pronto, en alas de la emoción sintió el paso del ave del miedo.

En la cumbre de su oficio de un ritual de exorcismo, bien apegado a las normas impuestas por la sapiencia de Pablo V en 1614, sintió que alguien respiraba sobre su hombro detrás de él. Tuvo la impresión de una sombra enorme proyectada sobre la biblioteca empotrada en la pared frente a él. Enmudeció, perdiendo el brío con el que demandaba la salida del demonio. Entendió que lejos de espantar, había convocado, con su atrevimiento curioso, a alguien desde un lugar más allá de todo entendimiento; supo que en Cumaná aquella noche cualquiera, los uveros de San Luis darían techo a las formas más oscuras del horror humano. Había hecho, con su canto grave de lenguas muertas, resucitar miedos para él sepultados con una infancia lejana, había convertido a la antigua ciudad de los poetas y los ebrios de solemnidad en la puerta de un infierno tan cierto como el mar de dudas que desde entonces le acompañaría siempre.

-No tenemos nada de que hablar – dijo sin voltear, más para él mismo que para cualquier presencia en ninguna parte.

Dicho aquello, en prefecto castellano, perdió el rastro de la sombra que se proyectaba sobre el lomo de los libros en el estante de buena madera que guardaba su única riqueza. Una claridad, extraña para la hora, inundó el pequeño espacio de la sala-cocina-biblioteca; dejó de sentir el bufido de la bestia que nunca vio a sus espaldas. Supo que aquel libro de empastado negro, y hojas finísimas como la buena seda, guardaba portentos vedados para su espíritu; se sintió cansado después de aquel viaje a los manantiales de la memoria. Era en definitiva un buen libro.

Cabe la duda de cómo sé con tanto detalle estas cosas de la vida de Jean Antoine des Champs, sin saber algo tan elemental en una biografía como la fecha de su muerte. Esas son mis contradicciones, y contra lo que piensa mucha gente, no me cuesta reconocer mis carencias por ignorancia. En el enorme libreto del mundo, no soy yo quien arrastra el estigma de ser perfecto. Sólo soy una criatura caída en desgracia, tras perder una batalla por el conocimiento humano. Soy el ser expulsado de todos los credos que aspiran hallar la luz del mundo, la antípoda de un creador amoroso y severo, el poder que desde las tinieblas sustenta el poder que divide las noches y los días. Si sé acerca de este encuentro de Jean Antoine de Champs con él, es porque yo soy él, el ángel caído, Luzbel, Lucifer, Satanás, Mefistófeles, la otra cara de la dura moneda de la fe cristiana, y como ese Dios de Jean Antoine, suelo hacerme uno entre ustedes para escribir verdades como éstas. Dicen que sé más por viejo que por diablo; pero créanme: esta eternidad tan antigua como el miedo no permite saberlo todo. He aquí la certeza que me expulsó del palacio de la divinidad creadora para convertirme en su adorado enemigo: sin oscuridad no habrá luz que se abra camino, como sin mí no habrá Dios, ni cielo, ni castigo.

Hubo un año exacto en el que mataron a Jean Antoine Des Champs, no tuve noticias de él; porque desde aquella noche no volví a visitarle. Créanme que no tuve nada que ver. Pues no se encuentra entre los míos, he buscado su presencia entre todos los ausentes, he registrado la poesía muerta en todos los idiomas; tal vez se dejo matar para quedarse cuidando las puertas de todos los infiernos, sin entrar a ninguno de ellos.

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Fantastic photos! I love both, they are so stunning.

Yeah!... Thank you @fotografia101. I love your work too!

Lástima que leí su magnífico relato ya muy tarde, pasado el tiempo para votarlo. Llegué a él a través del comentario que hace al texto de @rjguerra sobre la "literatura cumanesa". No he leído más nada suyo, pero esta muestra me habla de la calidad de su formación y escritura. No sé si le conozca, pero me parece llamativo que nombra a personas que fueron muy cercanas (Fortunato Malán, Ramón Ordaz). Espero tener la oportunidad de leer otros textos suyos. Saludos.
Se me olvidaba, las fotos son muy buenas.

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