Pan Iatrogenia (Ficción) Tito Alaffita

in #spanish4 years ago (edited)

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Pan iatrogenia
Tito Alaffita

Clara, una enfermera como muchas y muchos. Sale exhausta, después de un largo y frustrante turno de diecisiete horas en el hospital público de Manhattan. Amanece y el espectro fantasmagórico de los vapores que escapan por las alcantarillas en la ciudad vacía, contrasta con el sonido pululante de ambulancias que alimentan de carne trémula y almas pavorizadas las clínicas de la incertidumbre. Un camión de transporte de alimentos congelados, rentado por la compañía funeraria, parte por la puerta trasera, pletórico de cuerpos yacentes, ya sin miedo, casi tibios, etiquetados. Este tipo de camiones, algunos de mudanzas con bolsas de hielo, hacen rondines de clínica en clínica, recogiendo almas perdidas que no encontrarán nunca más su camino a casa. Una vez saturados, siguen rodando hasta que alcanzan su turno en la sala crematoria o en la fosa común. De tal forma que, para sus familiares, será casi imposible despedirse y realizarles una autopsia, la cual, por la contingencia, ahora es provisional no hacerla. Y si acaso, el último médico sensible que los vio, se prestó a mostrar algún video, enviado a estos por sus seres queridos, a manera de santos óleos, de una conferencia monológica de “perdones” y “disculpas”, de “te amos” y “hasta luegos”. Eso, salvo correr el riesgo de ser infectado, y días más tarde, formar parte de uno de esos ataúdes negros de plástico de FEMA. Con suerte, tener el seguro y el dinero para ser cremado y entregado un año después a sus dolientes.

Ella busca un lugar en donde comprar café, está vez tiene que caminar tres cuadras y solo lo encuentra para llevar. Al pasar por la tienda de conveniencia es agredida bruscamente por el simple motivo de llevar puesta su chaqueta con el sello de la clínica; “¡Aléjate carajo! ¿cómo te atreves a andar en la calle contagiando a todo mundo?, ¡vete de mi país!”, le grita un hombre obeso, caucásico, de unos cincuenta años, que usa un cubrebocas que más bien parece una tanga sudada. Derrama el café en sus tenis blancos y sus lágrimas toman la estafeta en el camino hacia el puente. Nunca se había sentido tan triste, sola, confundida y sobre todo, con tanto miedo y frustración.

Hace dos semanas que su mentora, una eminente doctora neumóloga, viróloga y jefa directa, después de haber vencido al virus maldito y regresar al campo de batalla —porque eso es ahora una sala de cuidados intensivos—, se había tirado del mismo puente por el que ya sus pasos le llevan rutinariamente hacia su hogar, quisiera evitarlo, pero es la única vía. Y el pensamiento es también inexorable: “¡Espéreme Doctora, ya voy con usted!, ¡los siguen matando!, ¡yo no puedo con esto!, ¡espéreme por favor!”. No quería llamar la atención, ya la habían interceptado antes, parada en la cornisa con la mirada triste y perdida en la lejanía, fue entonces que una mujer policía la llevó a su casa amablemente, le dio las gracias por ser una heroína y la instó a orar y confiar en que esto pasaría pronto. Sin embargo, un agudo pitido le sacude el alma y los pensares, se detiene una patrulla que suena su sirena por un instante, un oficial encapuchado llama su atención con el megáfono y le recuerda usar el barbijo que trae colgando del cuello. Manchado de café.

Suspicaz, recuerda la noche anterior: “¡Entúbelo!”, ordenó su jefe de piso. “Pero no cumple el parámetro”, contestó ella. “¡Usted no cuestiona!, ¡es el nuevo protocolo!, ¡todos entubados!” le replicó el doctor recién asignado a su departamento, “¡y sedados!”, culminó. Con sensación de impotencia regresa a su diálogo interno: “No hacer daño… no hacer daño…” se repite una y otra vez el juramento hipocrático. “¡Los están matando Doctora!”, le dice a su guía, a su maestra de vida. “¿Me escucha?, ¿por qué me abandonó aquí?, ¡ellos no escuchan nada!, ¡usted tenía razón!”, “¡algo no cuadra!”.

En minutos llega a su apartamento, procede con el ritual; desvestirse afuera, vaciar los bolsillos en la canastilla, meter la ropa en el saco, ponerse las sandalias, entrar directamente a la ducha, enjabonarse tres veces y mantenerse en su área con la mitad del departamento dividido, platicar, llorar y mentar madres con su compañera de piso, enfermera también, —por eso no la manda a dormir en el hotel que les paga el estado—. Pedir comida, lavar la ropa y revisar los nuevos videos en YouTube. Esta vez, ve un clip de una doctora microbióloga que en El Salvador, sí tiene éxito sanando pacientes afectados por el Covid-19. Lo hace ver tan simple; antigripal en las primeras 72 horas, analgésico, antipirético, antiinflamatorio, antibiótico. ¡Voila! En seis días sus pacientes se dan de alta y salen caminando. Todo porque decide no seguir las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud y está aplicando lo que aprendió en la universidad en la práctica de campo, con otros coronavirus similares. Porque está en una clínica privada y puede aplicar su criterio. En otro canal, le llama la atención, cómo en Ecuador cansados de tanta fatalidad, una asociación médica decide hacer un estudio preliminar con más de cien pacientes y reclaman un 97% de éxito en tan solo cuatro días utilizando dióxido de cloro, una simple forma de llevar oxígeno extra al cuerpo, promovida por un biofísico alemán. Durante semanas, Google, YouTube y Facebook, han eliminado toda publicación posible de la red. A pesar del sabotaje, mientras más bajan los videos estas empresas paladines de la libertad de expresión, que utilizan verificadores de información para protegernos del mal; más entrevistas reaparecen de gente por todo el mundo occidental que asegura haber sanado de alguna enfermedad con esta sustancia estigmatizada por años como "producto milagro, un peligro para la salud". Ipso facto el gobierno ecuatoriano prohíbe su utilización.

Se quiebra otra vez en llanto, no entiende por qué en el país más poderoso del mundo sucede esto y en esos países tan pobres, a esa doctora no se le muere la gente. Y los médicos se atreven a desobedecer al absurdo sistema. Apoyados en el artículo 37 de la declaración de Helsinki de la Asociación Médica Mundial, AMM, sobre los principios éticos para las investigaciones médicas en seres humanos. No entiende por qué en la ciudad sede de la ONU, de Wall Street, de las Torres Gemelas, de la Gran Depresión, de la Reserva Federal, de J.P. Morgan, Rockefeller, Trump, “espera... ¿será por eso...?”, piensa.

Ahora observa impávida videos de jóvenes haciendo fiestas de contagio “disque” para adquirir inmunidad de rebaño. “¡Estúpidos miserables! ¡No tienen ni puta idea! Casi rompe el dispositivo móvil que en las macabras sombras de los circuitos sigue con algoritmos precisos cada uno de sus clics. Luego, estudia otras publicaciones de especialistas epidemiólogos, neumólogos, forenses y virólogos, explicando científicamente que el virus es una quimera, un artefacto de RNA autolimitado que no puede hospedarse exitosamente por no tener ADN, que los chinos se equivocaron; con apenas once mil decesos y solo tres autopsias determinaron que era una pandemia y no deberían de hacerse más. Que el Imperial College se equivocó con sus cálculos matemáticos de escritorio y que la OMS se equivocó haciéndoles caso y emitiendo sus irregulares recomendaciones. Que la vacuna no será segura sin hacerse pruebas a largo plazo a menos que los Gates y los Fauci ya la tengan patentada, robotizada y sea verdad el “Nuevo Orden Mundial”. No podrás comprar, vender, viajar, ni enfermarte sin que lo sepan; pero podrás venderles tus datos biológicos y tus calorías para acumular valor en criptomonedas. Todo consensuado implícitamente en el capitalismo de vigilancia. “Acepto términos y condiciones”. Un laberinto, un callejón sin salida, con salida falsa.

Ella intenta dormir, apenas logra acostarse boca abajo directamente en el piso frío, solo así se disipa un poco la ansiedad y las pastillas hacen su efecto eventualmente. Lo logra… y aparece en el sueño su maestra, “No vengas conmigo, yo voy contigo”, la levanta en vuelo, la saca del viejo edificio y con un canto que le suena angelical, contempla un arcoíris al atardecer.

Despierta Clara. Tiene un vago recuerdo del sueño y le recorre una extraña sensación de esperanza y fortaleza. Ahora lo entiende mejor; que entregar ventiladores a los hospitales sin especialistas que sepan cómo y cuándo usarlos es igual que entregar cobijas infestadas con viruela a los nativos. Que te prohíban usar antiinflamatorios esteroides, nebulizaciones y antibióticos es igual a que te prohíban rehidratarte si tienes vómito. ¡Nos metieron miedo!, ¡no pusimos antiagregantes plaquetarios!, ¡no usamos anticoagulantes!, ¡no hicimos lo que sabíamos! No solamente estamos sitiados, ya estamos infiltrados y condenados. Todo por querer ayudar, por no querer morir ni matar.

Prende su dispositivo, le aparece una publicación de un centro de prevención del suicidio, y otra de un cotizado antidepresivo. "¡Qué poca madre!", exclama. Llama a su país:
—¿Tía?
—¿Clara?
— ¿Todavía me aceptas en tu clínica?
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Foto: ine.es
Artista: Jorge Rodríguez Gerada

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