Los hijos de la lluvia de las ranas (9)

Catorce horas después, y mientras trabajaba en la buhardilla, pensaba que había quedado muy contenta con la clase practica de “no te fíes ni de tu padre en tiempos de crisis”. Aunque según su propia experiencia -seguía discurriendo, a la vez que observaba al trasluz de los visillos el matraz en el que había introducido, hacia ya 44 días, aceite de sésamo y flores de jazmín-, eso de las crisis es la justificación de algunos seres para desatar sus instintos menos evolucionados. Llega de algún espacio remoto un miedo instintivo que les posee, y se convierten en los perfectos emuladores del simio del hueso en la Odisea de Clark, que es para lo que estudiaron. Son los "cuerdos".

También están los que ven la posibilidad de ascender de status, de crearse, por fin, un hueco a la derecha del padre, cuanto más cerca, mejor. Son los "listos", de los que hay que aguantar, encima, que llamen tontos a los que no les gustan esas cosas, como si hubiera que ser físico quántico para medrar. Si surgen, unos y otros, como hongos tras la lluvia, es cuando se llama crisis.

Lo difícil, pero deseable para cualquiera que merezca el calificativo de pensante -continuaba deduciendo-, es hacer lo contrario. No resulta sorprendente que se tema de tal forma al psicoanálisis, que haya llegado a convertirse en un chiste de Woody Allen: cuando escuchan eso de "matar al padre", los unos lo toman como un pecado de aberración máxima al que acompañarían nefastas consecuencias -como las siete plagas de Egipto, por ejemplo-, porque "Cualquier pecado merecedor de muerte traerá una maldición de parte de Dios", bien claro que lo dejó dicho de su parte en el Deuteronomio, por todos conocido. Y los “listos” piensan en cómo ocupar el lugar que Dios dejará vacante.

No, no parecía que la humanidad hubiera entendido el concepto de ánima, soplo vital para los griegos, convertido en último aliento romano. Qué cruz... Hablando de cruces, llegó Don Clemente, el cura del pueblo.

-Anda, que si no vengo yo por aquí...

-Mis puertas siempre estarán abiertas para usted, ya lo sabe.

-Ya... ¡y las de la iglesia para cualquier pecador arrepentido!

Se lo pasaba muy bien con este hombre, pero en terreno neutral, que la bóveda de la iglesia de San Juan del Oso le convertía, por obra y gracia de vete tú a saber qué, en una antena que recibía la palabra del Señor sin intermediario ninguno, pero la del más antiguo. Tradición deuteronómica, precisamente.

La primera fiesta local que pasó en el pueblo, Amber entró en la iglesia para escuchar la misa de la celebración. Le pareció una expresión de respeto hacia las tradiciones de la comunidad en la que habitaba, y tampoco iba a dejar solos a los siete del pueblo para llevar la carga de la imagen, que dos de ellos no estaban para muchos trotes. Porque había procesión y todo, de la iglesia se salia a la Plaza Mayor y de allí se iba por la campa de Aniceto hacia el ultimo pilón, doblando luego hacia abajo por la Calle de la Casa de la Calleja, para entrar al santo. Eso sí, la romería se terminaba tan pronto, que les dio un cierto pudor meterlo en aquella preciosa iglesia, pero fría, con la mañana tan esplendorosa que les había regalado San Juan. Así que bajaron la imagen en la plaza del pueblo, una vez acabada la procesión, y se pusieron todos a charlar un rato, tomando el sol antes de la misa, la estatua, a la sombra, por el policromado.

Don Clemente analizaba a esa mujer, a la que nunca antes había visto, desde una doble óptica: por un lado, se alegraba infinito de que hubiera un alma más, dispuesta a escuchar su sermón. Pero cerraba ligeramente el ojo derecho, cuando miraba los colores de su ropa.

Amber, por su parte, se sintió afortunada de poder apreciar, desde tan poca distancia, a un cura como Don Clemente: de escasa estatura, pero mas recto que un chupinazo, magro, pensador aunque sanguíneo. Lo curioso era que rondaba los noventa, pero conservaba una gran agilidad y enorme elegancia llevando el sombrero, complemento perfecto para un traje con ligero vuelo a partir de la cintura y cerrado completamente desde el gañote hasta los pies por medio de una botonadura infinita.

Amber recordó cómo describía Leopoldo Alas Clarín a los de su especie: "...usan traje talar, sombrero de teja, de alas sueltas y cortas; y, a fuerza de humildad y con prodigios de obediencia, consiguen montar a caballo con sotana o balandrán, sin hacer la triste figura y sortear las espinas de los setos, sin dejar entre las zarzas jirones del paño negro." Pues algo así, pero cambiando el caballo por un Renault-4.

Le venia pareciendo un hermano del bonachón Paco Martinez Soria... hasta que subió al altar mayor. De espaldas a la audiencia estuvo como dos largos minutos. Amber, impresionada, entendió que era una especie de preparación espírica, pero los vecinos empezaron a hacerle muecas de entusiasmo, como diciendo: "¡ya veras ahora...!"

De pronto, se volvió y, muy serio, comenzó a adornarse con alba, estola, casulla, cordón... La hija de las ranas temió que fuese a dar la misa en latín. Pero no: se le entendió perfectamente cuando, hablando de las maravillas del santo, supo llevar la homilía, con una habilidad que ni se apercibió la asistencia de cómo habían llegado hasta ahí, contra el pecado de la carne. No, no de comer carne, sino de tocarla cuando está viva, y eso... Era como si hubiera escapado la parte Hyde del entrañable actor español para encarnarse en Don Clemente. Hasta salivilla por la boca se le escapaba, cuando hablaba del santísimo sacramento del santo matrimonio y del poco respeto que se le tenía.

Seguramente se sentía dolido porque la gente se casaba bastante menos que antes. Pero es que los convites salen carísimos, eso no lo pensaba él, en aquellos momentos de brillo inspirado de la espada luminosa de su verbo.

-Tenemos suerte de vivir en el siglo XXI, si no, tendría que haberte ayudado a escapar de alguna hoguera y luego me habrían crecido pesadillas en la conciencia, pensando si habría hecho bien o no...

-Lo habría tenido clarísimo, Clemente -habían llegado al acuerdo de que, en privado, le quitaría el tratamiento, para acabar antes, -que yo sé que también hace sus pinitos con las plantas.

-Ya no, ahora sólo me fabrico el vino, y ya está bien. Me cuesta un poco pisar la uva, no creas, pero eso que yo me hago, es medicinal. Llega la hora del Ángelus, me echo por dentro mi vaso de vino, acompañando un huevo frito con chorizo y un cuarto de hogaza, y ya me pueden venir demonios, que los expulso sin problemas. El vino es un recuerdo del Paraíso, Amber.

-Menos mal que el santo de aquí no es italiano ni se llama Francisco, se escandalizaría al saber que se come usted a esos pobres animales.

-Yo nací para cura, no para otra cosa. Un cura podría llegar a santo, cosas mas raras se han visto, desde luego... pero a mi no me va a pasar. Ya sabes que me metí en esto mintiendo...

-Yo no lo diría así. Usted quería aprender a leer, era su única salida. Además, podría haber renunciado hace tiempo, y no lo hizo.

-Por responsabilidad. Cuando uno da su palabra, tiene que cumplirla.

-Lo que me extraña, entonces, es que tenga fama de sermoneador implacable. Y como siempre sea igual que cuando yo lo vi, merecida...

-¡Si, si... siempre! -contestó, veloz y convencido-, eso es algo que se espera de mí. La gente de estos pueblos confía mas en un cura fundamentalista... así que desde la primera misa he hecho lo mismo, ahora ya me sale sin esfuerzo.

-¿Y lo de los dos minutos de espaldas a los fieles?

-Concentración escénica... concentración... El rito es fundamental.

Amber le dijo que si algún día quería ver a Dios, le ofrecía un catalogo de sus productos más adecuados para tal fin.

-Nunca me encontré con él, y ahora ya no me interesa...

Y siguieron disfrutando de un delicioso té de roca, a la luz del crepúsculo que entraba por el tragaluz de la buhardilla.

Foto de Paco Martínez Soria: http://filmisch.es/