El taburete de oro (2)
Entró un hombre alto, de ojos ligeramente rasgados y acostumbrados a dar importancia a cualquier detalle que apareciera ante sus pupilas. La piel era de un elegante azul oscuro universo, del tono de cuando las estrellas aún eran gases vagabundos; se movía a ritmo aparentemente pausado, primero un brazo, luego el otro, un paso y ya está dentro, pero en él se adivinaba una velocidad escondida detrás de la curva de los números que servían de estructura a la espiral de Fibonacci.
Hubo un choque entre unos ojos y otros; sólo el camarero, concentrado en pasar mil veces un paño por el filo de una copa, ausente del cataclismo, levantó la vista para decir:
-¡Santi! Hacía tiempo que no te veía, ¿qué traes, que pueda gustarme?
Se había acostumbrado a que le llamasen de esa forma, sabía que a los españoles no les resulta fácil pronunciar Haziq correctamente. Cuando aún estaba aprendiendo castellano, explicaba que era miembro de la civilización ashanti, una poderosa confederación de comunidades de África occidental que, en el s. XIX, dió algún que otro quebradero de cabeza a la colonialista Gran Bretaña con una resistencia que duró más de setenta años, conocida como “las cuatro guerras ashanti”. La rebelión fue liderada por su reina, Yaa Asantewaa, con un discurso que quedó para la historia: “No se han atrevido los jefes Ashanti a responder ante la forma en que el gobernador habló esta mañana. ¿Es cierto que la valentía Ashanti se ha terminado?… No puedo creerlo. ¡No puede ser! Debo decir esto: si ustedes, los hombres de Ashanti, no siguen adelante, entonces lo haremos las mujeres. Voy a pedir a mis compañeras que luchemos juntas contra el hombre blanco. Vamos a luchar hasta que caiga la última de nosotras en los campos de batalla”.
Yaa tenía el poder de la palabra instalado en el corazón de su nombre, correspondiente al cuarto día de la semana; pero también poseía la sabiduría de la muerte emanada del cuarto número, asiento de su cabeza, que nunca descansó. Ella estaba allí para renovar semillas, en un esforzado trabajo consistente en descartar las vanas, soplándolas como lo hubiera hecho un viento con más peso que esas cáscaras vacías.
Pero la gente creyó escuchar que se llamaba Santi. Al recién llegado le costó cortar la línea invisible que le unía a Celia, pero lo hizo, y, sonriendo al camarero, se dirigió a él, sacando algo de la gran bolsa que llevaba colgada de un hombro.
-No sé si te gustarán, no es fácil encontrar cintas de cassette, te he conseguido algunas.
-Cualquiera me viene bien, tengo ya 890, de todo tipo, hasta de chistes. A ver si puedo meterlas en casa sin que me vea Milagros, que ya me ha amenazado con tirarlas por la ventana. No aprecia el encanto de este sonido -dijo con aire pícaro y sabiéndose triunfador en la batalla conyugal por su colección de cintas-. Cinco más, estupendo. ¡Eh, ésta es de los Lone Star! -casi gritó el camarero, como si tuviese en la mano el tesoro de la isla- Esto es un incunable, chaval, una joyita que algún día valdrá su peso en oro.
Santi se alegraba por el camarero, pero su vista volvió de nuevo a Celia.
-¿Quiere comprar algo, señora? Tengo música, pañuelos, collares, relojes...
-¿Qué es eso que brilla?
Sacando del bolso una pequeña máscara de cobre, que habría tenido sitio de sobra en una caja de cerillas, Santi se fue acercando hasta llegar a tocar el cuerpo astral de Celia. A ella se lo pareció, no por nada tomó en una ocasión un par de clases de energías extrasensoriales; no volvió, porque sus compañeros estaban más atentos a ligar entre sí que a aprender a conducirse astralmente por la vida, pero aquella información, en su momento puramente teórica, se hizo práctica allí, sentada en un taburete incómodo de un bar en una esquina desconocida para ella.
-Un colgante; soy artesano, el metal se me da bien. Es Yemayá, la diosa dueña de las aguas saladas.
El camarero introdujo la cinta de Lone Star en su radiocassette, y se escuchó una voz, como eco gris de catacumba, cantando acerca de un sórdido bar en un barrio pobre. Ahora fueron las miradas de Santi y del camarero las que se cruzaron, y no hizo falta que dijeran nada para sentirse unidos en un mundo tan grande sin sitio para todos.
Celia creyó haber entrado, ella también, en una sociedad secreta.
Hermoso pots, es aditiva, enganchan tus escrituras, gracias por compartir.
Gracias a ti por tu comentario, nos vemos por aquí.
Tengo pendiente Leerte... No he podido entrar en mi burbuja.. esta en mis cosas por hacer!!! :D
Te perdono, que andas muy liado jejeje
Que envidia escuchar esta banda sonora en un cassete, le da ese tono que solo pertenece a los hilos de la historia. Así tal, cual como los antiguos discos de vinilo.
Es verdad, sonido a catacumba de las cintas y a freír un huevo los vinilos jajajaja Pero qué portadas tenían, a veces compré alguno sólo por la portada, eran como cuadros, algunas fueron hechas por artistas famosos. Yo creo que los cd's sólo valen para colgarlos y que reflejen la luz del sol en colores XD