El hombre llegó, sacó el agua de la candela y la dejó caer con hastío en la coladora. El olor a café se confundió con el aire asfixiante de la tarde, regresó con dos tazas llenas.

     El visitante buscó algo en sus bolsillos, no sacó nada. El otro se quedó callado mirando en el vacío mientras iba tomando con tragos cortos el café. El sudor reflejaba el calor de la tarde.

—¡Sabe!, Verlo de nuevo, es un reencuentro con el pasado, no sé con exactitud cuántos años han pasado. ¿Usted lo sabe?... hace mucho tiempo, sí señor... siempre me pregunté cuál fue el final de la historia, esa, que usted lleva a cuestas, pero que yo la llevo como un peso en la conciencia. Los almanaques iban y venían, las botellas se acumulaban en el patio y usted se guardó siempre la palabra... como una tumba.

     Afuera, el sol rasgaba con impetuosidad el patio, mostrando los estragos precoces del verano, clima que mantenía asustados a los parroquianos, la tierra reseca no podía producir nada. Al rato se escuchó el ronquido de un perro que se había echado en uno de los rincones vecinos.

—Yo estuve un tiempo vagando, perdido por esos montes, sin un norte para orientarme... sí señor... así pasaron muchas cosas. ¡Sabe! Hace poco tiempo que abandoné las rejas... ¿qué importa eso? Fue una vida muy dura, sí...

     Se interrumpió para tomar la taza de su visitante y retornarla de nuevo a su lugar. Tras él, se oyó un leve rodar de una silla. Abrió la llave del agua y la dejó correr sobre la taza para desprender los residuos de café. El perro ladró quejumbroso y pasó a trote cansado detrás de un gato.

     Regresó al comedor, mientras limpiaba su frente y su cuello con un pañuelo para secar el sudor. ¡Vaya, qué calor! Exclamó bajamente. Su huésped permanecía impasible apoyando los codos sobre la mesa y sus manos le cubrían el rostro, como si algo le atormentara.

     El visitante no decía nada, él caminó hasta la puerta donde la luz de la tarde lo envolvió. Cuando volteó, lo vio levantarse y darle la espalda. Hubo una pausa donde el silencio reinó, él caminó con lentitud y salió, después se escuchó el ruido de un motor al disponerse en marcha. Se encontraba de nuevo solo y los recuerdos le laceraban los sentidos.

     “Hace unos trece o catorce años desde que nos dimos las manos en son de alianza. Tanto tiempo... tanto... sus palabras fueron ¡hasta luego! ¡okey! Y el automóvil arrancó entre sonrisas de complicidad, pero segundos después se escuchó un largo tiroteo y T. dio su último hasta luego, mientras yo me perdía entre el monte con el dinero.

     La cosa no fue muy genial, un par de meses después respiraba el olor rancio de un calabozo. Cuando volví a las calles, sólo pensé en irme a algún lugar desolado. Entonces adquirí este rancho con el fin de criar gallinas. Así pasó un año desde que fui libertado. Un día irrumpió en mis sueños, luego se apareció en mi mesa, sólo lo estuve mirando y así pasó todo un día entero, impasible, aquella tarde parecía estar contagiada de tanta serenidad. Luego, le ofrecí café, más bien le servía café y él sólo escudriñaba cada movimiento, luego se marchaba, dejando oír el ruido de un motor al ponerse en marcha. Era la misma despedida que años atrás le desvió el camino.

     Nunca oía cuando llegaba, simplemente miraba la silla y allí estaba, a la misma hora de siempre. ¡Tantas veces llegué a preguntar cosas y él sólo hizo gestos, gestos!... y mi historia era un mundo de preguntas sin respuesta y por más que las pedí, nunca llegaron.

     Sólo una cosa me intrigó al principio: su llegada. Porque la puerta nunca llegó a abrirse; pero él entraba y salía y T. no llegó a tocar la puerta. Me acostumbré a sus llegadas silenciosas, a su mutismo. A la despedida de siempre, que no era otra diferente a la de aquella tarde donde un hasta luego y un estrechar de manos marcaron un final para una historia.

     Bostezó con amargura, estiró los brazos. Sentía el cansancio que producen los años y sabía que no existía suficiente descanso para calmarlo. Cerró la puerta que daba al patio, fue hasta la mesa, se sentó y hundió la cabeza entre sus brazos hasta quedarse dormido. T. lo miró, sacó un cigarrillo y lo encendió, lo miró largamente mientras dibujaba figuras con el humo del cigarro. Después se encaminó hacia la cocina y comenzó a preparar café.