Lucía y el Lobo (Cuento; revisión - Parte 4 de 5)

Lucía y El Lobo es un cuento juvenil que escribí hace en torno a un año y medio, quizá algo más, y que fue una de las primeras historias elaboradas que compartí en Steemit, allá por mis inicios en la plataforma. Es un cuento al que tengo mucho cariño, que está basado en unos sueños que mi esposa contaba tener de niña y que he revisado ortográfica y gramaticalmente, retocando aquí y allá. Como digo, he tratado de corregir y mejorar cosas, pero manteniendo intacto el amplio grueso de la historia.

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Lucía y El Lobo

Parte 4 de 5

Una fuerte claridad inundó la imagen de la mente de Lucía. Fue como un fogonazo, como si, entrando desde el centro, invadiera todo su universo visual empapándolo en un blanco impoluto que poco a poco cambiaba su tono con destellos celestes, un celeste muy claro. Esto fue acompañado por un aumento progresivo del sonido del cantar de unos pájaros, quizá gorriones que, con una alegría animosa, despertaban lentamente a todo el vecindario.

  - ¡Oh, no! Lobo… -abrió Lucía los ojos sobresaltada, incorporándose de un salto y apoyando su espalda sobre el cabecero de la cama. Esos pájaros no eran otros que los que poblaban el olmo que vivía justo delante de la ventana de la habitación de la niña.

Se había despertado y , además, se sentía rara. Estaba preocupada por su amigo. En un momento estaban en la estancia principal de la casa del gobernador y en otro se encontró sola, en su cuarto y siendo de día. Sentía cómo si hubiera dejado a El Lobo a su suerte, como si de alguna forma lo hubiera abandonado. Si estaba despierta no podría ayudarlo.

Y todo eso era muy raro. Era muy raro que les hubiera atrapado aquella chica tan parecida a Azahara, casi sin poder plantar cara; muy raro que El Lobo estuviera tan serio todo el rato, normalmente era serio, pero no tanto y, además, de algún modo sentía que su compañero intuía algo, pudo notarlo; y muy raro que… Lucía no conseguía recordar bien, el sueño se tornaba borroso a una velocidad pasmosa. En un suspiro se paralizó. Sabía que eran especiales porque siempre podía recordar sus sueños durante mucho tiempo y con mucha claridad. Pero esta vez no, algo estaba cambiando, algo serio estaba (y esa conclusión indujo a la pequeña a un estado cercano al terror) fallando.

  - Bueno días mi amor… -dijo su madre, despistada, según entraba en la habitación con una montaña de ropa limpia doblada, con la intención de ordenarla con cuidado- Vamos… vístete cielo, el desayuno está casi listo.

No había notado el estado de shock en el que se encontraba Lucía, quien poco a poco fue volviendo a la calma, dejando la tensión provocada por su propio mundo interior para adoptar una actitud más tranquila, más cotidiana. Salió de la cama para vestirse, su madre ya le había preparado la ropa: unos pantalones tejanos con una camisa clara, rosa pastel; y para encima una sudadera azul oscuro, de cremallera y capucha, con bolsillos a sendos lados y separados por dicha cremallera. Era primavera y en esa época del año no necesitaría mucho más para un día normal de colegio y actividades.

Preparó la mochila para las clases y se marchó a la cocina para desayunar. Cuando cruzó la sala de estar miró de reojo el recorte de Azahara, que seguía sobre la mesa sin acabar. Su madre sabía lo organizada que era Lucía y cuando pasaba algo así, cuando su hija olvidaba un recorte, siempre dejaba que fuera la niña la que guardara y ordenara sus cosas.

Se arrodilló junto al dibujo, abrió la mochila y en un “pis pas” lo guardó en la carpeta para recortes que siempre llevaba consigo.

El día siguió su curso sin sobresaltos. Lucía desayunó, fue al colegio, jugó e intercambió recortes con sus amigas; pasó la tarde haciendo, concienzuda, un puzle que pidió prestado esa misma mañana en la biblioteca. El puzle era muy colorido y tenía el dibujo del mapa de Europa. Era la manera que había elegido para estudiar el siguiente examen de capitales, en geografía. Durante todo el día y sin ser consciente ni del todo ni de ello, a Lucía le había acompañado una sensación parecida a la que tuvo por la mañana: un desasosiego inexplicable que la desconcertaba por momentos.

Las ilustraciones para Lucía y El Lobo son un regalo de Candela Menéndez.

Fue pasando la tarde y llegando la noche. El tintinear del cepillo de dientes de Lucía se oyó en aquella casa como cada vez. La niña por fin se colocaba el pijama, se acurrucaba en su cama y cerraba los ojos… de nuevo volvería con su amigo. Tenía una mezcla de impaciencia y preocupación que haría que esa noche le costara bastante dormirse.

Sin embargo, sí que lo consiguió, pero lo que pasó fue lo peor que podía haber pasado. Es lo que pensó Lucía cuando se despertó a la mañana siguiente. Aquella noche no recordaba haber soñado absolutamente nada.