Amaneció el segundo día, la sonrisa interminable en nuestras caras era imposible de ocultar. Desayunamos, tomamos algunas fotografías con el Sena y la posada de fondo y partimos a la estación. La Torre Eiffel era nuestro destino.

Con mapa en mano y el infaltable plano de las líneas del tren, sorteamos estaciones, hasta que finalmente llegamos a Trocadero, zona que alberga la monumental estructura. Recuerdo nuestras caras de admiración, cuando al cruzar la esquina apareció ante nuestros ojos la colosal Torre Eiffel; el sitio más visitado no sólo de Francia sino del mundo entero. Aquello parecía un sueño para mí ¿quién lo iba a imaginar? Estaba feliz y orgullosa de ver hasta dónde había llegado.

Mientras nos acercábamos a ella, no podíamos dejar de tomar fotos en todos los ángulos posibles. Sentía que por más fotos que tomara jamás serían suficientes para plasmar en imágenes aquella inexplicable sensación de satisfacción y hasta de incredulidad que me embargaban. Apuesto que mis compañeras sentían lo mismo. Caminamos colina abajo entre unos agradables jardines adornados con variadas flores hacia el área de la torre como tal, del otro lado del Sena. Cada paso era el pretexto perfecto para una nueva fotografía.

Una vez debajo de la torre, una extensa fila de turistas de todas partes del mundo nos aguardaba. Conscientes de la larga espera nos armamos de paciencia y al tiempo finalmente pudimos acceder a uno de los ascensores de la torre, el cual nos llevaría a presenciar un verdadero espectáculo. Pasamos el primer nivel, yo aprovechaba para grabar el ascenso; luego paramos en el segundo nivel desde donde ya se podía apreciar todo Paris, de manera que, subir aun más hasta el último nivel fue sencillamente una exageración para mis ojos. Recuerdo que mientras subía me preguntaba “¿qué más alto se puede subir?”

Una vez arriba, tenía una visión de 360 grados de la ciudad, podía ver cada una de las curvas que el rio Sena dibujaba sobre Paris, como paseándose calmadamente; contrario a lo que sucedía en mi cabeza, donde nada estaba calmo, todo era una explosión de pensamientos y emociones indescriptibles.

Justo frente a la torre se encontraban los hermosos jardines de la zona de Trocadero, mientras que a la media distancia se veía el moderno distrito empresarial como contraste a las clásicas y tradicionales calles y edificaciones parisinas. También se podía observar el famoso Arco del Triunfo en la vía de los Campos Elíseos, cerca de allí. A la distancia se apreciaba la monumental Basílica de Sacrée Coeur. En fin, desde ahí se podía apreciar todo. Tomar una fotografía era la excusa para dejar descansar mi vista del “todo” y enfocarme en algo específico, era por momentos demasiado para mis ojos. Describirlo todo no es posible, así como tampoco será posible sacar esas imágenes panorámicas de mi mente. Agradezco poder haber estado allí.

Al bajar de la torre, nos dirigimos al tan nombrado Arco del Triunfo. Era bastante grande, más grande incluso que aquellos que le sirvieron de inspiración a sus arquitectos y que yo también había tenido el agrado de conocer allá en mi recordada y amada Roma. En principio el modo de acceder al arco representó un enigma, ya que éste está ubicado en la Plaza Charles de Gaulle, justo en la confluencia de varias avenidas, entre ellas la más importante, el paseo de los Campos Elíseos, que lleva hasta la Plaza de la Concordia. Al poco tiempo advertimos que se accedía por un pasaje subterráneo, nos dirigimos a él y finalmente llegamos. Después de tomar muchas fotos y captar la imagen del nombre del General Francisco Miranda que se encontraba entre los participantes en La Revolución Francesa, decidimos regresar a la posada a reponernos para la ya planeada salida nocturna al famoso cabaret Moulin Rouge.

Era ya de noche aunque aún estaba claro, de pronto nos acercamos al muy visitado y mundialmente replicado Moulin Rouge. Estando allí, notamos que era un sitio muy curioso, con mucha historia en su haber; entonces recogimos algunos trípticos informativos de recuerdo y disfrutamos un rato del ambiente. Al notar que se hacía tarde, nos dispusimos a regresar y tomar un merecido descanso; no sin antes pasar por el bar de la posada, donde había un ambiente ideal para disfrutar de una exquisita cerveza europea. Aquel fue un largo y emocionante día.

Y así concluye aquel día en el Paris de ensueño. El siguiente día se venía una experiencia única y muy ansiada, iríamos a Londres. No podía ser un escenario mejor.

Amaneció el tercer día entre emociones que mezclaban alegría y ansiedad por visitar la ciudad que tanto soñé conocer desde que era niña, Londres, la capital del Reino Unido. Parecía irreal el hecho de tomar mis maletas y dirigirme a la estación. Iba caminando y hacía como que oía lo que pasaba a mi alrededor, pero en mi mente estaba simplemente impactada, era Londres, era mi destino y yo amaba esa sensación.

Al llegar a Gare du Nord, la estación más grande e importante de París, un tanto apresuradas mis compañeras y yo accedimos al área de emigración. Luego de llenar las tediosas tarjetas de emigración y responder a las preguntas del oficial británico, abordamos el Eurostar, tren de alta velocidad que nos llevaría al otro lado del Canal de la Mancha, a través del túnel sub-acuático conocido como el Eurotunel hasta la Gran Bretaña. Llegar allí era uno de mis más preciados anhelos.

En el trayecto podía deleitarme observando los paisajes campestres a las afueras de Paris, pasando por ciudades como Lile y Pas de Calais; luego entramos al túnel y en menos de una hora salimos del otro lado. Los paisajes a las afueras de Dover, no me parecían muy diferentes a los de Francia, pero la sensación de estar finalmente en Inglaterra sí que superaba cualquier expectativa.