«Cuando era niño, le había gritado a mi padre que jamás sería como él, que yo odiaba al alcohol y ahora empezaba a odiarlo a él, o a odiarme a mí. A mí, porque me falté a mí mismo en la promesa que rompí hace ya más de diez años, la que se haya quebrada como restos de esta botella de ron que destila mi sangre, en mi arrebato de furia por no tener más. Necesito más alcohol y apagar por un rato su voz en mi cabeza. Me flagela el recuerdo de verlo apurarme el alcohol por la boca, que se me salía de la comisura de los labios. Recuerdo el pulgar y el índice taladrándome las mejillas para que… - ¡aprende a beber como los hombres, carajo! o serás un maricón de mierda. - ¡Ya no más, por favor! - Y era después la contusión y la oscuridad. Al despertar era la dignidad infante al ras del suelo. Y aquí estoy yo, un pobre dependiente, nervioso con alternativas de loco; con el resto de la botella penetrando en mis muñecas a ver si logro romper estas cadenas y que su voz muera para siempre.»