En la playa. Un cuento

in #spanish6 years ago

Estimados amigos de Steemit: el cuento que hoy presento tiene también algunos años. Fue publicado originalmente en el libro El mar invisible, de 1992. Espero que encuentren en él algo de interés.


Fuente

…y no lamentaré más la ofendida
belleza ni el imposible amor.
J. A. Ramos Sucre.

Llegó puntual. Igual de blando que en la tarde, menos triste acaso. Me lo había tropezado a las cuatro en el centro, entre las mujeres cargadas de paquetes, embrutecidas por el calor y los ofrecimientos de los vendedores. A pesar de los diez años transcurridos desde la última vez que nos vimos me reconoció al instante. No así yo, que me sorprendí —y me asusté un poco, lo confieso— al sentir los brazos de aquel hombre gordo y sudado alrededor de mis hombros. Él notó mi desconcierto y se identificó (“¿Te acuerdas de mí? Soy David”). Claro, me acordé. Yo estaba apurado escogiendo un regalo para mi hija y apenas tuve tiempo para darle mi dirección. Prometió estar en casa a las ocho; me golpeó con una mano ancha en el hombro y desapareció entre los buhoneros y los autos de la avenida.

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Aceptó el vaso de ron que le ofrecí; en silencio dio un corto trago y colocó el vaso sobre la mesa. Allí permaneció el resto de la noche, el hielo derritiéndose y diluyendo la bebida.

Intercambiamos silencios, buscando los puntos en común, las señales de lo que se podía o no decir, lo que estaba permitido preguntar o debía ser callado después de no saber nada el uno del otro durante tantos años: los subterfugios, las equivocaciones de siempre. Mi esposa llegó y aportó datos, precisiones —otras formas del silencio y el engaño—: la nena cumplirá dos años mañana, el alquiler de la casa está carísimo pero la zona es buena, esta lámpara nos la regalaron mis padres. Luego se puso de pie, saludó y se marchó con un movimiento de la falda y el pelo, emanando de su cuerpo un dulce perfume, diciendo Tengo que atender a la nena; y diciendo en silencio soy Linda, rubia, joven, feliz. Yo la miré con legítimo orgullo.

David se arrellanó en el sillón, y sin estridencias me dijo que había estado siete años preso.

Nos habíamos conocido diez años atrás, cuando estaba por iniciar mis estudios en la universidad. Yo tenía dieciocho años, el veintiséis. Me lo presentó Patricia, y supongo que fue ella, el deseo que inspiraba en ambos, su habilidad de manipular nuestro disimulado antagonismo, lo que nos acercó, más allá de supuestas afinidades que siempre estuvieron por probarse. Sin embargo, nunca lo consideré con seriedad un rival, un obstáculo verdadero hacia el cuerpo de Patricia. Yo aceptaba su presencia con una especie de fatalismo que me hacía sonreírle cada día, discutir mis lecturas y las suyas, darle la razón o disentir con amable gracia, seguro de que al final Patricia me preferiría.

Yo le envidiaba el auto, la edad, la libertad, la seguridad con que trataba a todo el grupo. “El grupo” eran amigos de Patricia. Nosotros —David y yo— éramos invitados. David llegó a ellos por sus propios medios: en la playa se acercó, después de medirlos y pesarlos desde lejos y durante un rato suficientemente largo como para que su examen fuese notado. Habló, sonrió, contó tres chistes, fascinó a las muchachas e intimidó a los muchachos. Estos le tenían miedo, pero quisieron pensar que era admiración y simpatía: además, se decían, el auto es una ventaja, puede llevarlos y traerlos a todos, un poco apretados pero es parte de la diversión.

En cambio, mi presencia era impuesta por Patricia, amiga de los primeros años de bachillerato, perdida la pista y luego reencontrada por casualidad en ese tiempo. Me aceptaban porque ella me invitaba a la playa, a las discotecas y a las fiestas que durante ese agosto realizó el grupo, y siempre se hacía lo que Patricia decía. Yo los soportaba porque eran sus amigos. Pero no podía evitar que el aburrimiento me embargara cuando alguno de ellos se atoraba relatando un suceso banal y desesperante. El aburrimiento y el desdén me hacían cada vez más silencioso. Todos debían pensar que yo era muy tonto o muy inteligente —o ambas cosas a la vez—. Sólo con David se podía conversar.

Me consideraba capaz de soportar cualquier cosa por Patricia: día de playa tras día de playa, imbéciles historias de liceo, las mismas discotecas u otras que eran la misma. Estaba contento cuando podía estar a solas con ella, pero eso sucedía pocas veces. Entonces Patricia se dejaba besar y acariciar: la felicidad existía como un intermedio, como un paréntesis en medio de la realidad cotidiana que eran los demás.

David se mueve inquieto en el sillón. Luego queda inmóvil, con la mirada un poco perdida. Parece haber descubierto una inédita comodidad en su cuerpo. De la calle llegan los ruidos habituales, sordos rumores de la noche. Sirvo más ron en mi vaso, agrego hielo. Lo aliento con preguntas, con mis propios recuerdos: las palabras trazan una red de hechos sepultados, la ilusoria arquitectura de nuestras vidas.

David cuenta: muchas veces pasaba recogiendo a Patricia por mi casa. Un día la notó distinta y pensó que algo había sucedido entre nosotros; una pelea, quizás, pero no quiso preguntar (Yo no recuerdo nada especial). Tomaron la avenida que conduce a las afueras de la ciudad, a la sinuosa costa, lejos de las playas más concurridas. Ella mantenía la vista fija al frente como si mirara una mancha de forma y color extraordinario en el parabrisas. La ruta que David seguía le era indiferente. Su perfil se recortaba contra el fondo de cerros que dejaban atrás. Una decisión tomada forma en ella, sus rasgos pasaban de la ausencia a la dureza elegida que la protegería de dolores y arrepentimientos.

Siguieron por una carretera secundaria entre baches y tierra roja que los condujo frente el mar. No había arena, sino rocas negras, afiladas, formando pequeñas cavernas donde el agua se empozaba y vivían cangrejos azules. Ella se quitó los zapatos, se sentó en una de las rocas e introdujo los pies en el agua. Él hizo lo mismo, sólo por seguir el juego, consciente de la estampa turística que formaban: el sol declinante, el mar todavía azul, la pareja ahora abrazada mirando a lo lejos. Pero aun en la entrega del abrazo la sentía endurecerse, no para rechazarlo, sino para aceptar lo que había decidido, lo que era potestad de su voluntad y él ni nadie podía cambiar.

Hicieron el camino de vuelta. Antes de llegar a la ciudad hay un pequeño hotel, no muy caro y tan discreto como se puede ser en estos casos. El recepcionista recibió el dinero y entregó una llave, dijo el número de una habitación, todo con indiferencia profesional, cansado de imaginar placeres que le estaban vedados. En el interior de la habitación —que era inesperadamente limpia y bonita, con flores naturales sobre la mesa de noche, un cuadro en el que se veía a una zorra huir de lebreles afanosos y cortinas blancas con listas amarillas— Patricia mostró los dientes en lo que podía considerarse una sonrisa. La muchacha buscó ciegamente, confiada a las fuerzas contradictorias del instinto y la voluntad, la boca de David con la suya; reclamando, exigiendo algo que estaba en un ámbito distinto al del amor y el sexo: la confirmación de un destino, quizá, o una emoción nacida de la sabiduría de la sangre y que no tenía nombre.

David reconstruye el momento para mí: despertó luego de haber dormido algunos minutos , el cuerpo flácido y sudoroso. Acaricia la espalda de la muchacha, el fino vello que confluye hacia sus nalgas rotundas. El deseo aún flotaba, tenue, en el aire de la habitación caldeada por la luz de la tarde que entraba por la ventana. Se oye el mar, lejos; y si fuera necesario podría imaginar un coro de aves marinas, el motor de un bote de pescadores, un rumor de voces proveniente del pasillo. Se duerme otra vez. Es de noche cuando despierta definitivamente. Patricia está junto a la ventana, casi de perfil, con un brazo levantado sostiene la cortina y mira hacia fuera, de donde recibe una luz débil y azulada.

David comprende en ese momento que podría llegar a amarla y que cuando eso sucediera, lo demás —el pasado de oprobio y violencia, el futuro de justicia que vislumbraba— dejaría de tener importancia; con impotencia, se sintió desvalido frente a la gozosa desnudez de ella. Atravesando la oscuridad, Patricia fue hasta él, tomó su cara entre las manos y lo besó en los labios y los ojos. Luego dijo Vamos, se está haciendo tarde, y saltó de la cama rumbo al cuarto de baño y al agua helada de la regadera.

Fue en esos días cuando lo detuvieron. Nosotros lo creíamos en viaje de negocios en el interior del estado, ya que se decía visitador médico y eso lo obligaba a trasladarse con frecuencia de una ciudad a otra. Pasaron los días, las semanas y no apareció. Hicimos algunos comentarios sobre su ausencia, pero las clases en la universidad ya habían comenzado y de repente todo era nuevo y excitante y estábamos muy ocupados. Comenzamos a transitar un camino diseñado por otros, una ruta no elegida, empujados por una mano poderosa e invisible, irresistible.

No vi más a Patricia. No hubo rompimiento ni peleas, ni traiciones. Nos fuimos distanciando y un día me di cuenta de que tenía más de una semana sin verla. De ahí en adelante todo fue más fácil: salir con otras muchachas, despreocuparse por el olvido y sus consecuencias. Al mismo tiempo tenía mucho que estudiar; además quería ser escritor. En ese tiempo amé a varias mujeres, fui feliz y desdichado; y un día me encontré con una cátedra de Castellano y Literatura en un liceo, veinticinco años y un próximo matrimonio.

Mientras tanto, David —que en realidad no se llama así; en los archivos policiales figura su verdadero nombre, pero no tiene otro para nosotros y carece de sentido inventarle uno nuevo— había sufrido los vejámenes acostumbrados: los interrogatorios, los golpes, la humillante seguridad de estar indefenso, de ser sólo su cuerpo adolorido, sin esperanza ni grandeza.

Eso también pasó: un día que lo sacaron del sótano en el que lo interrogaban, bromearon con él, le dieron ropa limpia; un médico vino y lo palpó, se sonrío para sí como recordando algo muy divertido y luego escribió unas líneas sobre un papel que sacó del bolsillo de la camisa. David se preguntó si esa sería una nueva forma de tortura. En la parte trasera de un vehículo rústico lo sacaron de la ciudad; durante varias horas cruzaron campos y pequeños pueblos. El prefería no pensar en su destino final. Llegaron a otra ciudad y luego a una cárcel.

David dice que una cárcel política puede ser un lugar tranquilo: en las noches, los hombres suspiran, hablan de sus mujeres, hacen planes de fuga, planes de revoluciones, planes de vida para cuando salgan. Siempre hacen planes. Los vigilantes recorren por los pasillos, se asoman a los pabellones donde los presos dormitan; en las garitas, otros vigilantes espantan el sueño, acarician sus armas, bostezan contra la noche y sus temores. A veces la violencia estalla: requisas, golpes, enfrentamientos entre los presos y sus guardias. Pero sucede muy raramente. En la cárcel, David fue separándose de sus antiguos compañeros. Lo que parecía unirlos afuera se revelaba como ridículamente inconsistente adentro. Sentía que cada vez tenía menos en común con esos hombres solidarios e ingenuos, en ocasiones crueles, que lo acompañaban.

Tal vez lo peor de todo era no saber cuánto tiempo estaría allí; si pudiera decir estaré tres años, o diez o quince, si cada día que se arrastraba hacia la noche precediendo una nueva aurora fuera un día menos en el cómputo total de su permanencia. Otra cosa lo atormentaba: la imagen de Patricia desnuda junto a la ventana.

David reflexiona: podemos vivir para una imagen, para la mentira aceptada y cultivada de una imagen elevada a razón última y definitiva de todo. Puede convertirse en lo más importante, en la clave de una vida, en la llave de los sueños y la felicidad. Puede resumirnos, o modificarnos; ser el desconsuelo, la ternura o el amor prometido. En la larga sucesión de los días, una imagen puede ser la salvación. No importa si es una muchacha desnuda, sosteniendo una cortina, los senos erectos como un grito, la cintura y la cadera hechas para la mano que acaricia, o si es un pájaro de plumaje rojo saltando de una rama a otra, o cualquiera otra cosa. Terminamos mejorando la luz, borrando las imperfecciones, descubriendo nuevas emociones que en el momento aquel no sentimos, pero que se hacen indispensables hoy para sobrevivir. Para David, era la muchacha, el sabor de su saliva, el calor de sus muslos. Era el futuro.

Al fin, un día lo dejaron salir. No había perdido ocho años de su vida, pero era como si los hubiera guardado sin usar en algún rincón de su ser. Listos a aflorar en su rostro, reaparecían los años jóvenes con una fuerza risueña pero a destiempo; como un error o como una culpa bailaba su juventud sobre los rasgos cansados, contaminándolos de falsedad. Se convirtió en un dios menor, no eterno, avaro de sus días, administrador de un tiempo limitado, dueño de una temporalidad ya caduca, enferma, extinguiéndose.

Comenzó a buscar. Al principio no lo sabía. Una oportuna reconciliación con su familia lo proveyó de los medios para realizarla: un vehículo, dinero, la obligación de hacer nada. En intrincados recorridos de carreteras y ciudades, de pueblos y caminos de tierra, durmiendo en moteles y comiendo en sucios restaurantes, en ese laberinto de neón, concreto y asfalto, extraviado en una pregunta no imaginada, comprendió que una ciudad se repetía en otra, que una iglesia, una montaña, un río, una plaza, son iguales a cualquiera otra, y que eso no lo conducía a ninguna parte. Todavía sin saber, sin sospechar, llegó de nuevo aquí, la ciudad junto al mar, languideciendo bajo el sol y el salitre, pobre, el proyecto de ciudad jamás concluida en la que sus habitantes viviríamos felices.

Llegó y fue como descubrir el sitio de una cita olvidada; la hora, fecha y el lugar volviendo de un pasado que se creía fenecido, descubriendo sin asombro, sólo con aceptación casi feliz, que los años vividos sólo tenían sentido para esa hora, fecha y lugar.

Ahora sí sabía de su búsqueda. Sus paseos por las calles terminaban en la avenida que da a las playas. En pantalones cortos y zapatos de tenis, con una franela que destacaba lo voluminoso de su abdomen, demasiado blanco y triste, recorría una y otra vez las playas. Los escasos muchachos y muchachas morenas escapadas del liceo lo veían pasar sin interés, confundiéndolo con un turista fuera de temporada. Los domingos las playas estaban llenas, rebosantes de familias y parejas. Entonces su anonimato se hacía más intenso; era insoportable caminar casi pisando cuerpos con olor a bronceador y comida, invisible, inofensivo, sintiendo cómo sus días se agotaban en la búsqueda, consciente de las cada vez más escasas sonrisas de juventud gastadas inútilmente en muchachas indiferentes.

A veces comía en uno de los pequeños hoteles de la playa. Los amplios ventanales se abrían a una humanidad multicolor dispersa en la arena. Un mediodía, el azar le deparó la entrada de una muchacha alta y delgada. Luego de mirar alrededor —pero no buscando, sino estableciendo un territorio inviolable desde el cual podría observar a los demás, como peces en acuarios separados— se sentó casi frente a David, un poco a la derecha, con un fondo de mar y nubes. David se detuvo en su rostro de líneas delicadas. Era bella y amarga, y se adivinaban, como en un espejo nublado y sucio, las señales del temor. Envejecerá con rapidez, pensó David sin aflicción, con arrugas alrededor de los ojos y la boca, pero nunca será fea. El comedor estaba quedándose vacío. Ella continuaba sentada, a pesar de haber terminado su comida. Los breves gestos de su cuerpo —apartarse el pelo de la frente, colocar los cubiertos sobre el plato, ordenar al camarero la cuenta— tenían algo de involuntarios, recordaban el fluir de una planta en busca del sol, o la huida instintiva de un animal frente a las llamas.

Ella era joven, en esa edad desvalida y amorfa que anuncia el fin de la adolescencia.

Recobrados, por un instante, el encanto y el candor, la dosis de ingenuidad necesaria para no predecir el fracaso, se acercó a ella, en el esperanzado acto final que llevaba en sí mismo —sin que él lo supiera, o sabiéndolo de una manera confusa e inconfesable— la esperanza de la derrota.

David confiesa: hubiera deseado estar enamorado, romper el hechizo de las imágenes que lo mantenían en el pasado, existir en el presente de su cuerpo y el de la muchacha encontrados sobre una cama del hotel. Porque todo había sido fácil: ella se dejaba conducir con docilidad, con la aquiescencia de una antigua amante.

Habían comenzado las lluvias y al ciudad era ahora gris, húmeda, más pobre. Sobre el vidrio de la ventana se formaban pequeños arroyos, y más allá la gente corría a resguardarse bajo los toldos de la tiendas. Dentro de la habitación, David se contempla hacer el amor. Con infinita curiosidad registra sus pensamientos, sus manipulaciones, su desinterés.

Como vivir en el sueño de otra persona, todas las acciones parecían incomprensibles, fragmentos de una vida ajena que se veía obligado a ejecutar sin convicción pero inexorablemente.

Una mañana bajaron en el carro hasta uno de los pueblos de la costa. Era el mismo paisaje de cerros y mar que ya recorriera con Patricia diez años atrás. El hotel donde se detuvieron una vez estaba abandonado; crecían hierbas por todas partes y faltaban las puertas y ventanas. Ahora era sólo una casa vacía, despoblada de recuerdos, una mancha en el paisaje. La muchacha a su lado hablaba de un novio que tuvo el año pasado y al que había querido mucho; ambos eran torpes, demasiado orgullosos para reconocer su ignorancia y su temor, y el amor se había extinguido en medio de la insatisfacción mutua.

Los encuentros en el hotel continuaron durante algunas semanas. David estaba cada día más distante. Una mañana salió del hotel antes de que el sol apareciera sobre los edificios, luego de haber pasado la noche convenciéndose sobre la necesidad de ser feliz; caminó frente a las casas de puertas y ventanas cerradas, frente a los negocios de persianas corridas, indiferentes; las tiendas exhibían sus mercancías muertas en las vitrinas; esquivó un borracho en la acera, arrastró con los pies papeles y colillas de cigarros. Paseaba, sintiendo la respiración dormida de la ciudad; creyendo que toda inquietud y toda duda ya habían muerto en él.


{Fuente[(https://pixabay.com/es/mar-hombre-nadar-silueta-sun-532681/)

Fue a la playa. El sol se demoraba tras las nubes. Entró al agua fría sin ningún sentimiento especial, sólo dejando que el mar lo envolviera suavemente. En ese momento vio la hoja. Flotaba medio centímetro bajo el agua, pequeña y amarilla. Las olas la hacían dar vueltas caprichosas y David no podía apartar la vista de ella. Era una gota de oro bajo el agua. La hoja se movió rodeándolo y David fue girando sobre sí mismo hasta dar la espalda a la playa. Escuchó risas de la gente que, aun a esa hora, estaba llegando. Se fijó más en la hoja: tenía una pequeñísima mancha parda cerca de un borde. La hoja subía y bajaba y se desplazaba creando en David una inquietud que no sabía explicar. Quiso recordar a la muchacha abandonada en la habitación, asomada al espejo como sobre un abismo, desnuda y desdichada. Pero era apenas algo que comenzaba a olvidar sin dolor. Menos importante que esa hoja desgajada y perdida en el agua, de la cual no podía apartarse David esperando una señal, una revelación que le mostrara el significado oculto de la trama.

David desengañado: el secreto estaba más allá o más acá de su conciencia, inaprensible: sabía que si alargaba la mano y tomaba la hoja sólo tendría un trozo de piel vegetal, inútil. ¿Qué era, en definitiva, lo que esperaba? No lo sabía; pero por un momento estuvo al borde de la comprensión que no necesita palabras. Allí, en el mar, quedaba algo de él, una partícula que se mecía con el oleaje, se disgregaba y desaparecía.

Eso sucedió ayer. Ahora lo tenía frente a mí, en el sillón que me regaló mi hermano, libre del pasado y sus imágenes, tranquilo y vacío. Lo acompañé hasta la calle; allí vimos las nubes que se cernían sobre la ciudad, intuimos ambos que si llovía David dejaría correr las gotas sobre su cara y sus ropas, se mojaría los zapatos y esa sería la única forma posible de felicidad. Pero no dijimos nada de eso. En cambio dije Ven a visitarnos cuando quieras. Un carro pasó silenciosamente por la calle, surgido de la nada y vuelto a ella. Cruzó entre nosotros una brisa suave, fresca, que llegaba del mar. Las ramas de un árbol raquítico en la acera del frente se agitaron ensayando un llamado que no sería atendido jamás.
David se miró la punta de los zapatos y dijo que sí, que alguna vez pasaría por aquí. Nos dimos la mano y nuevamente se marchó entre las calles esta vez oscuras y sin autos.

Entré a mi dormitorio, dejando la puerta abierta. La luz del pasillo se extendía como un rectángulo invasor en la penumbra, iluminando la cama donde dormía mi esposa. Me senté en la orilla del lecho y acaricié sus cabellos extendidos sobre la almohada. Pasé los dedos por su cara, acariciando los rasgos aún jóvenes y bellos, sabiendo que ya algo de muerte se aposentaba en ellos: en pocos años el pelo perdería su brillo, las sonrisas serían desengañadas y cínicas; el rostro, el de una mujer cansada, quizás jugando a la coquetería final frente a la prometida soledad y la futura muerte. Casi me reí. Caminé hasta el espejo de tocador. No pude ver mi rostro: estaba comido de sombras, como el de un fantasma.

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