El velo. Un cuento sobre gente que ha olvidado quién es. Parte 1 de 2

in #spanish6 years ago (edited)

Estimados amigos y amigas de Steemit, hoy publico la primera parte de mi cuento "El velo", que forma parte del libro La forma del amor y otros cuentos. Por suerte solo serás dos partes.
Espero que les guste.


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Isidre Nonell 1897 - Un captaire a París.
Fuente

      Horacio contemplaba la orilla aceitosa de su plato de sopa tratando de recordar dónde y cuándo había comido algo parecido, y por qué la desdicha subía hasta su rostro junto con el vapor y el olor de verduras hervidas. No había nada en el líquido amarillento que pudiera provocar tal aflicción, se dijo, tenía que tratarse, en consecuencia, de un recuerdo sepultado en lo más profundo de su mente. Su mente no marchaba muy bien, era algo que sabía desde hace algún tiempo. Por ejemplo: su nombre no era Horacio. Así lo llamaban las monjas, nunca había preguntado por qué, y así aceptó llamarse, o mejor dicho, aceptó responder a ese nombre sabiendo que no era el que sus padres escogieron para él, por la simple razón de que no podía recordar el suyo. Un nombre podía servir como cualquier otro, y él no estaba dispuesto a discutir por algo tan poco importante. En el asilo muchos internos no recordaban los suyos y algunos apenas se reconocían a sí mismos cuando se miraban en un espejo o no recordaban a los familiares que venían a verlos cada domingo. A él, en cambio, le pasaba algo distinto: sabía que su mente funcionaba mal, que su persona era una suma caótica de fragmentos inconexos, sin embargo cada día recordaba más cosas; más trozos, antes aislados, se unían a otros y comenzaban a cobrar sentido o la apariencia de sentido. En ocasiones ocurrían fenómenos como el de la sopa: una emoción desprovista de recuerdo, como una impoluta emanación del espíritu, aunque motivada por alguna entidad insignificante. El saliente amarillo de la grasa en el plato, en este caso concreto.
      Un año atrás se hubiera limitado a consumir el alimento llevándose lentamente la cuchara a la boca, sin pensar en nada, silencioso y quieto como una piedra. Ahora luchaba por contener las lágrimas. Miró a su compañero de la derecha. Agarraba la cuchara con firmeza y acercaba la cara, con el conocimiento exacto de que el alimento es sólo alimento y que la actitud correcta frente a él es devorarlo con determinación.
      Horacio introdujo la cuchara en el líquido tibio y luego la llevó hasta su boca. Probó con desconfianza. Esperaba una repentina revelación que no se produjo.
      Su recuerdo más antiguo se remonta a dos o tres años atrás, aunque esto, por supuesto, sea una conjetura. Tal vez esté confundiendo las cosas. Se ve a sí mismo, un poco como nos vemos en los sueños, sentado en un banco de cemento y mármol, frente al río lento y escaso, en una plaza grande y de muchos árboles diferentes. A su derecha e izquierda se extiende una línea de rectas palmeras, cada una de unos treinta metros de altura, por lo menos. A su espalda, árboles y arbustos de troncos rugosos y ramas frondosas. El río, de un profundo color marrón a esa hora, trae destellos dorados, cálidos y suaves. Es un contraste interesante con las formas multicolores de la basura depositada en la otra orilla, donde predominan el azul y el amarillo de las bolsas de plástico.
       La tarde se acaba. Pronto llegará la noche y no tiene donde dormir. Depositada a su lado, en el mismo banco en el que está sentado, hay una bolsa de papel con todas sus pertenencias: dos camisas y dos pantalones, un par de afeitadoras desechables melladas, tres pares de medias, algunos calzoncillos, un rollo de papel higiénico a medio consumir, un cepillo de dientes y un tubo de pasta dentífrica doblado y exprimido casi hasta el agotamiento.
      Frente a él, entre el banco y el río, pasan parejas de enamorados: adolescentes con uniformes escolares, los rostros arrebatados por la excitación; hombres y mujeres de mediana edad, agarrados de manos, un poco desafiantes moviendo al compás las barrigas prominentes; pasan también gente sola; niños acompañados de sus padres. Él no los mira. Podrían estar en mundos diferentes. Su vida es en ese momento una nube de contornos imprecisos y lo mismo sucede con el resto de la realidad.
      Más tarde siente hambre y se dirige a una panadería cercana, busca en los bolsillos con obstinación, encuentra monedas y billetes arrugados; compra pan y queso y vuelve al banco que considera suyo como si lo ocupara desde años atrás. Es de noche aunque todavía temprano. Las luces del alumbrado de la plaza se han encendido, menos en la zona que ocupa Horacio: alguien robó los focos hace tiempo y no han sido repuestos. Mejor así. La oscuridad lo tranquiliza, le proporciona una sensación de protección, como si nada malo pudiera ocurrirle mientras permanezca en las sombras. Por supuesto, sabe que esa protección es ilusoria. Las cosas malas ya le están ocurriendo desde hace tiempo y haberse quedado sin lugar donde dormir no es la menor de ellas.
      El tráfico de paseantes se ha reducido considerablemente. La gente prefiere transitar por las zonas más iluminadas. El río es como una corriente de negrura que pudiera tragarse las almas de los que se acerquen a sus orillas.
      Una mujer se aproxima y se sienta a su lado. Lo mira y sonríe en un gesto que la oscuridad vuelve incierto.
      –Hola –dice–. ¿Dónde te habías metido?
      –Hola.
      –Hace rato que no se te ve la cara.
      –Estaba por aquí y allá. Vagando un poco.
      El nombre de la mujer ha desaparecido de su memoria; sabe, sin embargo, que es una amiga, que han compartido largas conversaciones, confidencias más o menos íntimas. El rostro de ella es ceniciento y difuso como un dibujo del cual se hubieran borrado los perfiles más destacados, los que definen la expresión. Un par de finas líneas pintadas sobre la frente simulan cejas. Los ojos muy pequeños y juntos en una cara ancha y chata, la nariz corta, el mentón redondeado: todo contribuye a tornarla algo invisible.
      –El día está malo –continúa ella–. Cómo no me encuentro un viejo con plata para que me saque de abajo. ¿Tú crees que no he hecho nada en todo el día?

      Sacó una botella pequeña y cuadrada de la cartera que tenía en el regazo y le invitó a tomar con un gesto. Horacio aceptó con un movimiento de cabeza. Antes de entregarle la botella la mujer dio un trago. Horacio sintió que las manos le temblaban y la boca se le secaba. Luego bebió también. De inmediato, la pesada desesperanza que, como una losa, lo había aplastado todo el día se desvaneció. Un estremecimiento de optimismo o, cuando menos, de indiferencia por su situación, le recorrió los brazos y las piernas. Comprendió que la angustia no lo había dejado pensar. Estar en la calle no era tan malo si eso significaba acabar con una situación intolerable.       Sospechaba que su situación era de esas, por más que no supiera qué era exactamente lo que había pasado. Recordaba que antes de la plaza y el banco estuvo en un sitio, su casa o la casa de alguien cercano, o una habitación, un lugar que juzgaba suyo aunque no estaba seguro que le perteneciera en propiedad; suyo de la manera en que consideramos nuestras las cosas y los lugares que usamos y en los que depositamos cierta cantidad de fe. Y después las cosa se complicaron, se enredaron, salieron mal con alguien durante un tiempo largo; un periodo de amargura, penalidades y aflicciones, y él se marchó o lo echaron y ahora se encontraba en la calle.
      Tenía algunos amigos y amigas que hallaba en estas mismas calles y en ciertos bares, como la mujer que lo acompaña desde hace un rato y que está contando una historia sobre un policía y un vagabundo que ambos conocen, aunque Horacio apenas si le presta atención. ¿Dónde estaban esos amigos? ¿Cómo se llamaban? ¿Por qué no había recurrido a ellos? ¿Estaban imposibilitados de ayudarlo, o lo habían hecho y él lo había olvidado?
      En algún momento de la noche la mujer se marchó y él volvió a estar solo. Ya no le importaba. El alcohol le había proporcionado una especie de euforia serena que todavía le duraba. Se acostó sobre el banco, las piernas encogidas, utilizando la bolsa de papel con sus pertenencias como almohada. Pensó que no era la peor que había tenido en su vida. La noche se hizo silenciosa. Los automóviles en la calle cercana circulaban cada vez más espaciados. Un rugido sordo, no desagradable, que lo arrullaba y lo conducía mansamente al sueño.

      A la mañana siguiente, apenas abrió los ojos con dificultad, supo dónde se encontraba con dolorosa certidumbre. Empapado de rocío, se incorporó hasta quedar sentado y contempló el río. La membrana líquida reflejaba la vegetación de las orillas y adquiría un color verde oscuro, sombrío, en la luz todavía incierta del amanecer. El agua le recordó –o mejor dicho, se imaginó– la piel lustrosa de un animal poderoso. Sin embargo, el río no era profundo ni ancho ni caudaloso. Muchos años atrás solía desbordarse y arrasar con lo que se le atravesara; un primo suyo, apenas mayor que un niño, se había ahogado justo allí, bajo el puente, en una tragedia que ahora parecía imposible. Y aún así, en esa mañana que no comenzaba del todo, en una penumbra que se detenía en la vegetación de las orillas, el curso de agua le seguía pareciendo imponente y amenazante, tal vez por el recuerdo de su primo muerto. ¿Cómo se llamaba?
      Bueno, se dijo, será mejor que busque un sitio donde hacer mis necesidades.
Bajó unos pocos escalones de cemento y se encontró en la orilla del río. Caminó hacia la izquierda por la ribera de barro endurecido, hasta que se encontró bajo el puente. En la época en que su primo se ahogó no hubiera sido posible llegar a pie bajo el puente: había que nadar. El agua tenía entonces muchos metros de profundidad y las orillas estaban más separadas. El mundo se ha hecho más pequeño. El muchacho quedó atrapado por las raíces del fondo. Un par de buzos lo sacaron, desnudo y azul. De eso se acordaba.
      Estaba oscuro y húmedo allá abajo y olía a basura y excrementos, lo que, después de todo, le pareció adecuado en vista de sus propósitos. Casi una docena de personas, algunas envueltas en mantas, dormían en pedazos de cartón. Sorteó los bultos en el suelo hasta que encontró un lugar apartado de los que dormían y al mismo tiempo al resguardo de las miradas de los transeúntes tempraneros que se dirigían a sus trabajos.
Mientras se subía los pantalones, descubrió que un niño se había acercado y lo miraba. Sólo su cara era visible, el resto permanecía oculto por un trozo de tela de cortina o algo parecido que se enrollaba alrededor de su cuerpo y sobre su cabeza.
      –Hola –dijo Horacio. El niño no dijo nada.
      Debía tener unos ocho años, aunque era difícil calcular su edad bajo toda aquella tela. Su rostro, demacrado por el sueño o el hambre, carecía de expresión. Los ojos eran grandes, brillantes, oscuros como piedras pulidas.
      Terminó de abrocharse la correa.
      –Ahora me tengo que ir. Disculpa que me haya metido en tu casa.
      El niño dio un paso hacia un lado como si quisiera cortar la retirada a un participante invisible. Dijo:
      –Tengo un cuchillo.
      La voz era apagada y quebrada.
      –Yo también –dijo el hombre–, y soy más grande que tú.
      Pasó junto al niño esperando que este le saltara encima, aunque suponía que eso no sucedería. Recorrió el camino inverso. Algunos de los hombres y mujeres esparcidos en el barro tosían y escupían en sueños. El resto fue más fácil: en la plaza encontró varios grifos de agua utilizados por los jardineros y con ellos pudo terminar su aseo personal.
      Así comenzó su nueva vida.


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GRACIAS POR SU VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERAN.

Sort:  

Me encantó este cuento.

Gracias, @antoaristi. Tu opinión cuenta mucho para mí.
Saludos.

Desgarradora realidad, cada vez más cercana a cualquiera de nosotros. Fielmente retratada, @rjguerra. Impecable transición de espacios mentales a físicos. Me llama la atención la idea de lo acuoso, los bordes o fronteras (el plato, la rivera del río), la memoria líquida (inestable, maleable, pasajera). Siento que la historia explora los límites como elemento fundamental en nuestro diario acontecer. El límite entre la cordura y la locura, entre la seguridad y la incertidumbre, entre en centro y la marginalidad, lo público y lo privado; límites sin esencia propia, que, como el líquido, cambian y reflejan.
Espero impaciente la segunda parte!

Como siempre, @hlezama, iluminas aspectos de mis textos que para mí son apenas sombras, intuiciones que conducen la escritura. En tu discurso crítico, siempre agudo, esas intuiciones se transforman en elementos estructuradores de las historias. El elemento acuático, por ejemplo, en este caso. En la segunda parte, ese elemento tiene también relevancia, lo que no deja de ser una sorpresa para el autor.
Un abrazo.

Siempre es un gustazo leerte, @rjguerra. Tu obra estimula el pensamiento crítico y estético. Un abrazo.

Amigo, es difícil meterse en la psiquis de los personajes y lo has hecho.
Cualquiera es vulnerable. Te leo, y de pronto siento temor porque soy consciente de que ni yo ni nadie está exento de una experiencia como esta.
¿Sabías que el alcalde de Barcelona para el año 92, Pasqual Maragall , un político sobresaliente en España y promotor de los famosos Juegos Olímpicos en esa ciudad, está condenado por el Alzheimer? Una verdadera tragedia, si te enteras de que tenía una carrera fulgurante en la política tanto en Cataluña como en la España misma.
Veremos la próxima entrega.

Actualizando en mi memoria, también endeble, ese magnífico cuento cercano (lo digo por la identificación con espacios y posibles individuos reales). El personaje del viejo está tan bien presentado en su condición, actuación y psicología, a través de pocas pero centrales claves. También la presencia silente pero abrumadora del río. Hacen un perfecto juego entre la permanencia y el tránsito, y si vamos un poco más allá, la vida y el tiempo. Saludos.

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