Por qué una sonrisa basta para detener el mundo
A menudo enfrentamos en la vida situaciones que nos ponen a prueba. Es cuando una mirada interior ilumina los rincones más oscuros de nuestro ser. Lo hace, aunque no siempre logramos aprovechar lo que se nos muestra.
Y hasta a veces una sonrisa traída, incluso desde el absurdo, cambia nuestra manera de ver las cosas.
Una ofensa nos descompensa, una amenaza nos pone en guardia; pero una sonrisa nos llena de fuerzas, nos recompensa y hasta podría decirse que hace algo que realmente no alcanzamos a ver con propiedad.
Seriedad, responsabilidad, dignidad, decencia, son palabras que invocan estados de la mente en que nuestra mirada -interior y exterior- se torna algo nublada; es esa entidad, real o imaginada, que asume el protagonismo: el ego.
Si bien un ceño fruncido invita a la reflexión, una sonrisa, suave y serena, abarca ese acto meditativo y nos lleva a una playa donde el sol es nuestro amigo.
Cuando reclamamos algo, bien sea reconocimiento e incluso respeto, puede que estemos haciendo lo necesario, pero no estamos siendo amigos del sol, estamos lidiando con una angustia interior que mucho nos hace perder. El respeto solicitado, exigido es una migaja de respeto, es un espectro, una copia.
Y no es que en momentos sea importante hacer un reclamo. Pero en ese caso deberíamos tener en cuenta que lo que recibimos es solo una imagen.
Este es un mundo de imágenes y el sol las ilumina todas. Nos toca a nosotros discernir. Y la sonrisa, que es el gesto más noble capaz de detener la gran rueda, es la mejor manera de hacerlo.
Cierta vez un hombre entregó lo poco que tenía pues le había sido solicitado por alguien muy cercano a él. Entonces, sentado sobre una piedra, sonrió; se dio cuenta que nada se movía y que él estaba entre las cosas.
A menudo, el mayor temor proviene de sospechar que no estamos entre las cosas, que no pertenecemos al mundo.
Estamos en el mundo y el mundo entre nosotros: se siente en una sonrisa.
Todas las fotos cortesía de Pixabay.com