Desde allí podía ver la piel azul quieta del mar que se cosía con el cielo. Un peñerito abandonado en la parte izquierda del bosque. Una arenisca que insistentemente se pegaba a mi cabello que volaba. Cuántos recuerdos infantiles encadenados a este paisaje.

En aquella época ya muchos de nosotros habíamos experimentado algunos cambios físicos que por fortuna no eran tan notables. Por ejemplo, a Lucho y a Pablo les había salido una línea de vellos finísimos por encima del labio superior, pero a Maribel y a mí casi ni se nos notaba nada. Más allá de aquellos pequeños piquito de paloma que se asomaban a través de la blusa, seguíamos siendo unas niñas. En aquellos años habíamos agarrado la costumbre de venirnos a bañar al mar. Sus olas fuertes, saladas, pinchaban nuestros cuerpos lustrosos todas las tardes. Cuando divisábamos que el sol empezaba a despedirse, corríamos a recoger los zapatos y las ropas, alegres y refrescantes, salpresos y llenos de arena.

Una tarde de esas, Lucho quiso quedarse a solas conmigo y los otros, como si se hubiesen puesto de acuerdo, inventaron una competencia de nado y salieron corriendo velozmente al mar profundo.

_Ya tú sabes lo que voy a decirte -dijo como si tanto azul no le entrara por los ojos.

_No sé -en ese momento juro que no sabía.

_No te hagas la loca, que tú si sabes -fue la respuesta ante mi respuesta niña.

_Si te digo que no sé, es porque no sé -dije yo.

_Mejor olvídalo –y salió corriendo hacia un mar que lo recibió con una ola inmensa y azul.

Aquella tarde nuestro regreso fue silencioso y lento. La brisa llegaba fría y cazadora metiéndose no solo en nuestras ropas, también en nuestra amistad. Desde aquella tarde vimos cómo los muchachos dejaron de acompañarnos a la playa, primero con pretextos, después sin ellos. Toda nuestra amistad se había convertido en un precipicio al que no podíamos acercarnos, al que temíamos llegar. No éramos ya 4 amigos de juegos, sino la muestra de una adultez que aparecía para cambiarlo todo.

Ahora he vuelto. Las casas familiares pintadas de cal están abandonadas y llena de grietas y animales. Seguramente en la noche serán refugio de la oscuridad y las almas en pena. He detenido el carro frente a una de ellas y he sentido el silencio llegar conmigo. Los ojos que hasta ese momento habían estado sobre el cadáver, voltearon hacia mí, expectantes. Recordé cómo me había ido de a poco de aquel pueblo: el divorcio de mis padres, el liceo, luego la universidad y después la muerte del viejo. Desde la muerte del viejo no había regresado. Ahora por otra muerte volvía.

Me quité los lentes oscuros. Sabía que no había viudas, ni huérfanos, ni un familiar a quien darle un abrazo de consuelo; así que sin mirar, me dirigí al féretro. Allí estaba él, Lucho, detrás de aquella ventanita de cristal, desmejorado por la enfermedad y por el sol. Ahí, bajito le dije:

_Ya sé lo que querías decirme, y sí, Lucho, acepto.

Y a través del espejo, vi como Lucho y yo volvimos a ser amigos, y en ese momento rio.

HASTA UN PRÓXIMO RELATO