Juan llegó sigiloso a la casa y puso la oreja en la puerta para escuchar. Desde hacía meses presentía que su esposa Ana lo engañaba. No eran paranoias como le había dicho su amigo Jesús, Ana desde hacía rato mantenía un comportamiento extraño que lo hacía dudar. Así que afinó más el oído y para su sorpresa, no escuchó absolutamente nada. Decidió abrir la puerta.

Al entrar se encontró invadido por los olores deliciosos de un guisado. En la cocina estaba su esposa cocinando pollo con hojitas de laurel y verduras. Le besó los labios. Quiso olerlos para ver si aquellos labios habían tocado otros labios que no fueran los de él. Le tenía que demostrar a Jesús que lo de la traición no era fantasía, sino una realidad: su mujer lo engañaba.

Fue a la nevera y sacó una cerveza helada, también un poco de queso manchego que aún quedaba de la noche anterior. Debemos decir que Juan era un hombre tranquilo, apocado tal vez, de esos que detestan los gritos y las risotadas. Su trabajo de obrero en una fábrica lo mantenía alejado casi todo el día de su hogar y su mujer. Juan miró de reojo a Ana y vio la ropa que llevaba.

_Caramba y a quién esperas que te vestiste como para una fiesta –dijo llevándose la botella a la boca.
_¿Y cómo estoy vestida? – fue la única respuesta que obtuvo de la mujer que siguió aderezando el guiso.

Se sentó en la mesa del comedor y empezó a detallar sus movimientos. Pensó: si el olor del pollo condimentado no llenara el espacio de la cocina, olfatearía como sabueso entre las piernas y las bragas de Ana. Si supiera cómo se ve una mujer después que ha tenido sexo, cómo camina, podría descubrirla en este momento y restregarle a Jesús que estaba en lo cierto: Su mujer lo engaña.

Ana lo miró de manera nerviosa, pero al instante le dijo: Ahí hay más cervezas y compré más queso por si deseas comer algo mientras está la cena. Juan se levantó y se dirigió a la nevera: en efecto, unas 12 cervezas y una pieza de queso estaban detrás de bolsas con frutas, aceitunas y vegetales. Tomó un cuchillo y rebanó un trozo del manchego nuevo. Se detuvo: el filo del metal le aclaró algo oscuro.

Lívido se sentó nuevamente a la mesa, mientras Ana servía pedazos de pechugas jugosas a su plato, tragó grueso y por momentos las papilas gustativas más que salivar, lloraron. Su sueldo miserable de obrero no compraba aquellos lujos. Miró el plato humeante y copioso, y como pudo se llevó el cubierto a la boca.

Más tarde, ya satisfecho, Juan recostado en el sofá de la sala comiendo unas suculentas aceitunas y tomándose unas frías cervezas, pensó que de repente si era como decía Jesús, puras paranoias suyas. Viendo lo bien, son puros inventos míos- pensó, y de él salió un eructo con sabor de laurel y pimienta.

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