Las horas se marchan y regresan durante la madrugada.

Rechinan los susurros sollozos de las maderas podridas y el cemento aúlla desde las paredes, víctima del temerario frio que se cuela por la rendija de una ventana empañada, cuyos vidrios difuminan los clamos de una luna que también es cómplice de las voces extrañas que taladran mi habitación.

Otra vez son las 3:00 am. El insomnio no se rinde. No vacila su éxodo de mis energías taciturnas. La irrealidad sube su apuesta y lanza sus dados malditos sobre mí…, era obvio; salió mi número.

Una de las sombras que me orbita es lambucia de mi calma, no me deja descansar y cada que gano el conflicto o pacto treguas con mi desvelo, cuando estoy a punto de dormirme, se posa frente de mí, se inyecta testosteronas de terror y sin clemencia, con sádica fuerza, emplea dos de sus manos para inmovilizarme el torso y con las otras dos, me estrangula y me tapa la boca para que no pueda gritar.

Entumecido, yazco sobre el regazo de mi cama, amordazado por el turbio azabache maldito que hace que de mis antebrazos y cuello emerjan grietas verdes que transforman, por momentos, a mi cuerpo en una gran várice que execra pavor y se retuerce en agonía para consumir otra bocanada de aquellos hálitos que segundos antes me atormentaban.

Estoy por desmayarme, el desespero inerva mi aversión por la vida, por esa cruel vida que, a veces, de vez en cuando, me inmola los brazos y la respiración a las 3:00 am para dejarme agonizando de miedo, sudado, mal herido, pero siempre, siempre de los siempre, menos vivo que la vez anterior.

3:05 am, la lóbrega bestia me libera y se marcha, pero no estoy despierto, ni tampoco dormido, aunque sí descansa, sin paz, mi alma envenenada de cobardía y llena de las bacterias del desencuentro con el lánguido descanso.

Aquella sombra tiene dos caras, una que veo sonreír y me alegra cuando finalmente duermo y otra que me atormenta cuando se quita la máscara. Todo ocurre o quizás no.

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P.D. Esta historia está basada en algo que me ha pasado varias veces.