Concurso Cervantes: 8ª Entrega

in #spanish7 years ago (edited)
Hay un horror inherente a lo titánico. Un horror profundo —que ha calado como plomo en nuestras almas y huesos— hacia lo que es demasiado gigantesco y que se escapa a nuestro control. Porque deseamos controlar. El hombre se ha creído siempre dueño del espacio que habita, como si un contrato místico e invisible nos diese derechos sobre el mundo, sobre la tierra. Pero no. A veces, esto que creemos incontrolable, monstruoso, es en realidad solo una parte de un cosmos que aún no entendemos. Un cosmos violento, como nuestra naturaleza, que intentamos velar bajo un manto de olvido.

La imagen de Goya es tenebrosa, porque hemos decidido negarla. No. La familia debe ser sagrada, un grupo que vive bajo un solo sentir. Nada más grande que el amor de padre e hijo. Pero nos olvidamos de esa violencia primigenia que vive alojada en nuestra piel, en nuestros ojos, que hace olvidar la diferencia entre la sangre que corre dentro de nuestras venas y la que corre fuera de ellas.

Tendemos hacia la corrupción.

Saturno temía ser destronado, y su crueldad despótica terminó siendo la causa de su muerte.
No escapamos, aun hoy, de esta cruda verdad. Seguimos siendo tan frágiles y como el primer día.

Sin embargo, tal vez no sea nuestra culpa. Tal vez el ser humano es corrompible por diseño, porque nos alejamos, nos desligamos del lugar al cual pertenecemos y desaparecemos. Necesitamos sanarnos, volver a la tierra, a un lugar menos oscuro. Porque mientras estemos donde no podamos ver lo que está frente a nosotros, estaremos en guerra contra el universo.

Ese es el tema del siguiente cuento titulado, justamente, Saturno. Espero puedan ver la misma imagen que yo vi en la pintura.

SATURNO

Los árboles crecían uno muy cerca del otro, como hermanos estrechados en un perenne abrazo. El viento soplaba ralo entre las ramas y una dulce canción de cuna se extendía por todo el bosque, perdiéndose en la espesura. Hasta la pulcra luz de luna parecía danzar la soporífera melodía, meneándose en el juego de sombras de las frondosas copas, acunadas por la suave brisa. Abajo, en la rústica corteza, las flores dominaban la vista, bullendo en cada rincón. Eran tantas, tan diversas y coloridas que era difícil verlas todas bajo la escasa luz. Parecían dormir plácidamente, descansando sobre los regazos de los troncos y coronando los arbustos; proliferaban en los entresijos de la húmeda y fértil tierra; se plantaban anegadas en duelo junto a las hojas secas que habían abandonado su hogar y que ahora yacían en el suelo, muertas. La noche cubría con su sideral manto al mundo, que en silencio dormía, quieto, estático. El único sonido que parecía existir, además del viento y el canto verde, era la respiración dificultosa pero acompasada de las tres figuras, postradas como parte del paisaje. Los ojos del primero observaban sin ver el cielo, enganchados a la noche, aún parpadeando suavemente. Su pecho bajo la agujereada franela se inflaba cuando sus pulmones se llenaban de aire; y sus heridas —pozos oscuros e infinitos en su torso, cuello y rodillas— parecían sangrar más cuando exhalaba. Su pálido y magullado rostro parecía una máscara inexpresiva y llena de tierra. El segundo estaba a escasos pasos de él, tumbado boca abajo, regando la tierra con cándidas lágrimas. Una larga herida surcaba su espalda y otra más coloreaba su brazo derecho. Su boca abierta de labios resecos parecía querer decir algo indescifrable; probablemente que le dolía el destrozado pómulo que colgaba en su mejilla. Un tronco grueso sostenía el peso del último, que se encorvaba sobre las heridas de su vientre abierto, el cual sostenía ingenuamente con sus manos desnudas, escarlatas y brillantes. Era la más preciosa naturaleza muerta. O casi muerta. Y sin embargo, no había rastro del pintor de aquella escena. Solo hombres cansados y casi muertos, como la naturaleza. Cansados y casi muertos... Cansados y muertos. Por un segundo, el aire se detuvo, y el calor de la noche se hizo intenso, infernal. Las flores callaron su llanto, la luz de la luna suspendió su danza y los árboles fingieron ser sombras. Todos se detuvieron y escucharon con atención para asegurarse de que la vida había abandonado el cuerpo de los hombres. Como un acuerdo convenido en silencio, el bosque se cerró a su alrededor. El susurro de las flores acercándose a ellos era sedoso y adormecedor. Se apilaban y empujaban unas a otras para llegar a ellos, como desesperadas. Su roce, en un principio, parecía inofensivo, como si de un lecho se tratase, pero paulatinamente algo extraño empezó a ocurrir. La piel blancuzca del primero empezó a tornarse amarillenta y muy poco a poco de sus sanguinolentas heridas pequeños pétalos de mil colores empezaron a surgir. Las flores pululaban en sus entrañas ensangrentadas, en las heridas del cuello y las rodillas, en los violentos golpes de la cara, reinando por completo sobre él. Aunque no sobre el segundo. Esta vez, si bien las flores se habían apoderado de su espalda y su brazo derecho, los hongos blanquecinos que crecían aquí y allá, con redondeadas y circulares figuras, encontraron en su piel un hogar idóneo. Su mejilla destrozada y su piel reseca y sucia se fueron ahuecando progresivamente alrededor de sus vidriosos ojos azules, adquiriendo pronto una pigmentación enfermiza y nauseabunda que se extendió a lo largo y ancho de su cuerpo, conjuntamente con las sombras circulares. De su boca abierta, sin embargo, nacieron ramillas finas y diminutas de un algo extraño y desconocido, con hojas incipientes que crecían de ellas y que se alargaban hacía la figura del que se apoyaba en el árbol, quien tuvo una suerte similar. De su abdomen rasgado crecían gruesas ramas que se elevaban hacia la noche, ahora marchita y sin estrellas, alrededor de sus manos carmesí. El río rojizo que nacía de sus vísceras crecía desmesuradamente, y pronto se convirtió en un pequeño arroyo que rodeaba la estancia. Su piel morena parecía resquebrajarse ante la presión y paulatinamente su tonalidad se oscureció un poco más hasta convertirse en madera, uniéndose al tronco que le prestaba apoyo. De la misma manera en que todos se habían unido al bosque que los guardaba; devorados por la naturaleza que les dio vida, por la fecunda tierra que creyeron suya. Habían olvidado que la tierra reclama en su seno a todos los hombres después de la muerte. Un viento fresco, nuevo, susurró poemas entre las hojas; la luz de luna brillaba más intensamente, presumiendo su pintoresco trofeo de carne; las flores bailaron de nuevo canciones en el lenguaje secreto del bosque. Era, ahora más que nunca, naturaleza viva.

—OM.

Concurso patrocinado por el witness @cervantes. No te olvides de votarlo en la siguiente página: http://www.steemit.com/~witnesses

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