La muñeca de trapo era espantosa; cara de tela de algodón rosado guayaba, brazos y piernas de vichí a cuadros azules y blancos, cabello de estambre azul índigo (dos trenzas, abundante flequillo), ojos y labios hipertróficos, embarnizados; pololos de popelina azul claro; y un suéter hecho con una media vieja y rota, negra con rayas rojas y beige. Las piernas y los brazos eran grotescamente largos. Desearía nunca haberla conocido.

Por días, tuve pesadillas; me salía al paso colgando de los aleros; aparecía de pie en sitios imprevistos, las manos a la cintura, mirándome muda. Creía aquello lo más horrífico, hasta que empeoró.

Mi hermana la había confeccionado. Era suya; tuvo la excentricidad de bautizarla Morgana (en honor a Morgan Le Fey) —y yo sabía de quién se trataba. Guindaba de un clavito en la pared, justo encima de mi cama. Pasaba horas contemplándola, insomne.

De noche, Morgana se movía, me veía... —¿Descolgarla? ¿Contárselo a mis padres? Jamás. Nadie busca represalias de una bruja, ni quedar por mentiroso.

Una noche desperté muy de madrugada y ahí estaba, recostada a mi lado en la almohada, el cuello torcido y la mirada fija en mí. Entonces fue demasiado y supe qué tenía que hacer.

Obviamente, la muñeca estaba maldita. Debía descuartizarla; enviarla lejos. (Y maldita yo, por dejar a la suerte aquella abominación, pero así de siniestros son los niños, al parecer.)

El engendro desmembrado fue a la basura. Pero no acabó allí.

Un par de días después allí estaba, colgando del clavito. Sus ojos fijos en mí, sapientes. Me paralicé no sé por cuánto. No volví a tocarla. Tampoco dije nada. Cada noche fue un tormento.