Era un velo de seda negra, querida. Ni de un lado, ni del otro se hubieran atrevido nunca a levantarlo. Nunca se había hecho. Sería catastrófico, decían.

Pero él lo hizo… más de una vez. Dejó entrar de un lado y del otro. Se atrevió a levantarlo, a pesar de lo que dijo su Padre. Entonces los vivos caminaron entre los muertos y los muertos, entre los vivos.

Al principio fueron tímidos para atreverse a cruzar. Cada uno en lado equivocado era una rareza, una curiosidad, o un horror. Sin embargo, con los años, se volvieron atrevidos. Algunos saldaron deudas de otras vidas, para bien o para mal.

Tú cruzaste hace mucho, hace tanto que ya no recuerdas. Eras una niña y moriste aferrada a ella sin siquiera conocerla. Ella no te recuerda, aunque alguna vez te quiso más que a su vida; enloqueció y murió; no soportó perderte. Aquel día poco le importaron las explicaciones del doctor sobre la fiebre o la meningitis. Pensaba que podía haberte salvado de haberte dejado ir con tu padre. Se sintió egoísta y así también, culpable. Tratamos de ayudarle, pero nada sirvió.

Has crecido para convertirte en mujer, pero todos dicen que estás loca y que por eso no puedes ser feliz. Ese velo, querida, si lo levantas, debes decir adiós. Lo que verás te llamará; será el llamado a tu propio mundo, ese que rechazaste en medio de la calentura, el sudor y el delirio. ¿Quién dijo que los muertos no enferman? ¿Quién dijo que los muertos descansan?