El ferry había salido hacía cinco horas de Punta de Piedra. Eran las 9 p.m. cuando se disponía a atracar en Cumaná. En la orilla, una señora repetía, “Viaje aparatoso” (según comunicaron por radio).

Yo tenía cuatro; mi padre venía con juguetes; sujetada fuertemente de la mano de mamá, conservaba la vista fija en el navío imponente cuando comenzaron los gritos.

Lo recuerdo:

—¡Se está hundiendo!

Mamá me hala por el brazo; me carga. Amaga un avance, con los ojos muy abiertos, desentrañando la oscuridad del mar nocturno. Retrocede. No me asusto. Aguzo la vista para capturar el momento en que papá se lanza desde cubierta y nada hasta nosotras (las maletas llenas de regalos sobre un artefacto flotante de una aventura verniana). “¡Para atrás!” Voz y mano enérgicas. Repentinamente, mamá dice, “¡Ave María purísima, Gerardo!” Entonces el pánico me asalta.

Imagino: El mar se traga a papá con las maletas y el inverosímil artefacto. Entierro la cara entre las clavículas de mi madre y me aferro.

Pasan horas. Duermo y despierto a intervalos, aún en brazos.

Amanece. Los adultos duermen. Los guardias están absortos en los destellos cerúleos que emanan del agua. Nadie me ve acercarme a la orilla.

La embarcación sale a flote. Debajo, la nave luminosa, gigantesca, gira hasta quedar perpendicular; el ferry, aún magnetizado, tarda un segundo en desprenderse.

—¡Va a despegar!

No despegó. Se hundió silenciosa y veloz. Los relámpagos sordos desaparecen hacia la fosa abisal, por el estrecho.

Nunca flotó un cadáver. Los ochenta y tres pasajeros nunca aparecieron.