Laberinto

Las luces me guían el camino, sé que pronto saldré de este laberinto. He puesto todas mis energías en lograrlo y tengo fe de que saldré ilesa.

El siguiente cruce de concreto posee flores y pinos. Mi instinto se despierta, si algo he aprendido en estas diez horas de tortura es nunca irme por el lado bonito. Hacia el lado contrario está el camino despejado, solo con la neblina copiosa que flota en el piso estática. Respiro profundo y me encamino hacia ese lugar, arrastrando mi pierna derecha hecha jirones.

El frío empieza a subir por mis piernas mientras me muevo, las manos ensangrentadas me tiemblan sin control. Avanzo tratando de ignorar a mi cuerpo suplicante; cada músculo me pide clemencia, cada esfuerzo me deja sin aire, pero sé que puedo lograrlo.

Temo que de la niebla se presente algo o alguien pero tratando de hacer el menor ruido posible me pego a la pared para arrastrarme de ella. Del centro de la pared a la altura de mi pecho una grande, fina y afilada hoja de metal hace su aparición cortando ligeramente mi antebrazo. Definitivamente ni las paredes son mis amigas.

Goteando sangre, continuo andando por el centro del pasillo, luego de unos cien metros hay una nueva bifurcación, hacia un lado todo se encuentra en silencio y totalmente oscuro, y del otro extremo un gran hacha se balancea desde el techo en perfecta armonía. Respiro hondo y doy dos pasos hasta acercarme al hacha, pero un obstáculo en el suelo no me permite avanzar y la niebla no me deja identificar que yace a mis pies.

Me agacho y trato de dispersar la niebla agitando mis manos. Por un breve instante da resultado, y visualizo hebras de cabello castaño adherido por la sangre a unas mejillas que conozco muy bien, las pecas inundan la pequeña nariz, los ojos se encuentran abiertos mirando a la nada y la cicatriz que me hice en la barbilla cuando tenía 12 años brilla como para saltar el hecho de que soy yo misma.

Debía ser una broma porque yo seguía ahí, andando. Sangraba, sí, pero aun podía moverme.

Desesperada y con lágrimas corriendo por mi rostro me dirigí al lado oscuro del pasillo, sin importarme que me esperaba. Sigo moviéndome, aun cuando mis ojos no perciben nada. Sigo moviéndome aun cuando no hay valor en mi corazón.

No sé si estoy avanzando, no sé cuánto ha pasado, pero todo sigue oscuro. De pronto pasan dos cosas a la vez, un ruido metálico chirriante me hiere los oídos y mientras levando las manos para evitar que el ruido me haga daño, el piso debajo de mí se desintegra y me hace caer al vació.

Por fin hay luz, luz de la luna. Mientras caigo veo como sobre mí se aleja una gran edificación gris, parecida al metal, que flotaba sin ningún esfuerzo en el firmamento. Debajo de mí se aproxima una gran montaña rocosa, sin árboles, que me recuerdan al gran cañón. Veo a lo lejos un rio, iluminando con fuerte intensidad gracias a la luna. Todo se ve en calma y en paz.

No grito, ya no siento ningún temor. Al menos he tenido una gran vista antes que todo se termine, parte de lo que era el mundo en el que vivía y en el que ya no existiré.