Mi amigo Wuilly
A finales de1973 me mudé con mis padres a la urbanización La Marina de Maracaibo; mejor conocida como San Jacinto, en honor a una vieja granja de 160 hectáreas que se encontraba ubicada en el límite norte de la ciudad. Esa propiedad había sido expropiada en el primer gobierno del Dr. Rafael Caldera para dar paso al proyecto urbanístico más grande de Venezuela de los últimos tiempos.
Un año antes nos habíamos instalado en una casa en el callejón Palmira de La Pomona a la espera de la nueva casa que el Banco Obrero le asignaría a mi padre. La misma semana en que él se vino de Mara con mis hermanas Aura y Graciela asesinaron en Puerto Rico al bolerista Felipe Pirela. Mi hermano Pedro, quien tenía once años, fue al aeropuerto en compañía de otros vecinos ante el descuido de mi hermana mayor, para presenciar la llegada del féretro con los restos del famoso cantante zuliano.
A cinco casas de donde nos establecimos también llegó Wuilly con su familia. Era un muchacho delgado y muy alto para tener quince años.
Al poco tiempo hicimos amistad y jugamos beisbol con otros vecinos, que poco a poco se fueron integrando en las desiertas calles de esa urbanización que aún estaba por poblarse.
Desde que lo conocí fue un revoltoso incorregible. Resolvía las desavenencias del juego a trompadas sin ninguna justificación. Era un pésimo alumno de bachillerato, sin embargo, era el mejor estudioso de las revistas hípicas del país durante los fines de semanas. Cuando algunos de los vecinos lo solicitaba en esos días para una caimanera, decía: “No puedo, estoy estudiando hasta el domingo. Nos vemos el lunes en el liceo”.
Un día él mismo me contó que tenía una cita con una chica en el cine San Felipe que se hallaba ubicado en la avenida Libertador del centro de Maracaibo. Pero no tenía dinero para abordar un por puesto de la ruta San Jacinto y poder cumplir con el compromiso. De modo que planeó una estrategia que consistía en montarse justo al lado del conductor y observar los billetes que cancelaban los otros pasajeros. Cuando ya se encontraban en medio camino, el chofer le pidió los pasajes:
–Vos no me habéis pagao, muchacho.
–¡Claro que le pagué, señor! –dijo Wuily, fingiendo sorpresa por el reclamo del chofer –. Revise los billetes y va a encontrar uno de veinte bolívares que tiene un corazón dibujado y el serial termina en 335. Ese es mi billete, ¿no lo voy a conocer? Si lo cargo desde hace una semana.
El conductor lo miró con incredulidad e insistió con menos furor:
–Creo que no me habéis dado nada.
Wuilly volvió a rebatir, pero con otro argumento más conciliador.
–Hagamos una cosa. Revise los billetes, y si encuentra uno con las características que acabo de darle. Me tiene que entregar todo lo que ha hecho hasta este momento. ¿Qué le parece?
–Claro que acepto. Porque estoy seguro de que no me habéis pagao? –dijo el conductor mostrando una sonrisa maliciosa.
–El muchacho tiene Razón. Pero si usted no encuentra el billete lo baja de inmediato de su carro –dijo desde atrás uno de los pasajeros.
El chofer, sudoroso por el calor y la prueba a que lo sometía Wuilly, paró el carro y empezó a contar los billetes con la disposición de un cajero bancario… hasta que…, apareció uno, con las mismas características descritas por el joven pasajero.
–¡Allí lo tenéis, como le dije! No soy tan sinvergüenza como para montarme sin pasajes en un carro.
El chofer exhaló un suspiro de frustración tras perder la apuesta con el muchacho. Tragó grueso y entregó con un temblor en las manos el fajo de billetes junto a un puñado de monedas.
Wuilly no contó el dinero. Solo dispuso de la cantidad que le permitiría ir al cine con su amiga y guardar los pasajes de retorno. El resto lo devolvió al conductor ensimismado junto a una recomendación de buen samaritano:
–Señor, lleve las cosas con calma. Para que vea que todavía hay gente buena y honrada en este mundo –dijo al bajar del carro y guiñando un ojo a los otros pasajeros.
Wuilly terminó el bachillerato a fuerza de reparaciones y luego sorprendió al vecindario al entrar en las filas de la policía estadal. Todos celebramos ese logro como un incentivo en la conducta del inasible Wuilly, pero nuestra alegría duró muy poco.
Al cabo de un año vi su fotografía en uno de los diarios de Maracaibo en una postura que no se ha vuelto a repetir en la institución policial y en ninguna otra del país: sus compañeros estaban en formación, dando la espalda al descarriado compañero Wuilly. Había sido expulsado del cuerpo armado por su mala conducta basada en casos puntuales de extorsión y otros delitos menos resonantes.
De allí no lo vi más hasta los primeros días de enero de 1980 cuando me tocó entrar por casualidad en un restaurante de especialidades del mar en la avenida Bella Vista.
Ese día me preparaba para una entrevista en el hoy extinto Banco de Maracaibo luego de culminar con éxito un largo y aburrido curso de computación.
Ingresé con premura al establecimiento con el propósito de hacer una llamada telefónica para corroborar la hora de la cita. Para mi sorpresa, allí estaba Wuilly: se veía muy elegante flanqueado por dos damas y otros dos caballeros. Disfrutaba de un banquete digno de un ejecutivo: había dos botellas de whisky, de una de las marcas más codiciadas del planeta. Una rueda de mariscos, tan hermosa, que parecía un tapiz guajiro diseñado por el también desaparecido artista Luis Montiel, un reloj de impresionante brillo se mecía en su muñeca de lado a lado.
Cuando se dio cuenta de mi presencia, exclamó:
–¡Hermano mío!
–Sentáte. Conozcan a Marcelo. Echáte un palo.–decía emocionado.
Yo, más que alegre, estaba sorprendido por los signos de opulencia que mostraba el inefable amigo Wuilly. “ ¿En qué andará este?”, me decía, conociendo bien sus correrías.
A pesar de que era la hora del almuerzo no degusté ninguna pieza de los exquisitos mariscos. A pesar de su insistencia, le dije que no podía libar licor, pues en escasos minutos tendría una entrevista, y no se iba a ver bien en alguien que aspiraba a ser empleado de una prestigiosa entidad bancaria, así fuera del whisky más caro del mundo. De modo que se quedó tranquilo, rememorando algunos pasajes de nuestra adolescencia.
Hice un paréntesis para realizar la ansiada llamada, y luego de varios minutos me despedí de todos con prisa, pues por nada me perdería esa anhelada cita de trabajo.
Era la hora del tráfico pesado y en la que el sol marabino se empeñaba en hacer sus acostumbrados estragos. Después de veinte minutos de calurosa espera, paró un por puesto, y justo cuando lo abordaba, vi a Wuilly salir a toda marcha por una puerta lateral del restaurante junto a sus tres compañeros. Detrás de ellos, un tumulto de gente trataba de librarse con desespero de un denso humo que empezaba a escaparse también a través de la misma salida.
El tráfico se detuvo y un aluvión de curiosos nos quitó por segundos la visibilidad.
–¡Explotó la cocina del restaurante! –grito alguien ensimismado.
–¡Decíme si te vais! –me conminó el conductor, con el ceño fruncido y sudado.
El carro reanudó la marcha y continué mirando hacia atrás, hasta que el escenario desapareció de mi vista. Y a pesar del embotellamiento de vehículos que se formó tras ese confuso evento, pude llegar a mi compromiso con media hora de antelación.
El resultado de la entrevista me hizo olvidar el incidente, pues al otro día me estrenaba como empleado de la “Entidad bancaria más sólida y antigua del país,” como era el eslogan del Banco de Maracaibo. Sin embargo, en el reposo del almuerzo visualicé un periódico que había dejado un cliente en unos de los sofás de la recepción y le di una brusca ojeada. En la última página estaba el título a ocho columnas de la noticia que deseaba leer.
“Explotó bomba lacrimógena en restaurante de la ciudad”.
“Diez personas fueron atendidas de emergencia por presentar problemas respiratorios”, decía el sumario.
Doblé el periódico y pensé en mi amigo Wuilly.