Memorias de un ferroviario. El Vivas, II..
Como ya he dicho en ocasiones anteriores, no todo ha sido como ahora. Da gusto, ver todo tan limpio, tan informatizado, con tan poco fallo y sobre todo tan profesional. En otros tiempos, no tan lejanos, las estaciones de tren, eran más abundantes y por ende más necesarias, e intensivas en personal. Trabajo había, siempre que tu o tu familia, no hubiera sacado los pies del tiesto, como ya he dicho, la cualificación, eso ya es otra cosa.
España, funcionaba como un cuartel, ante la huida o el miedo de los mejores, lo que habíamos quedado aquí nos organizábamos, como se dice ahora, de aquella manera. La estructura de mando, centralizada y dirigida desde Madrid, nos ahorraba pensar, pero también, era harto ineficiente, se primaba más la lealtad que la capacidad, y el hambre y la miseria, hacía estragos. yo no era rico, tenía algo de tierras que de los abuelos pasaron a los padres y de ellos a los hermanos, que cultivamos lo que podíamos, vendíamos la oliva a la cooperativa y criabamos guarros de los cuales vendemos la carne, reservandonos las mantas de tocino que saladas, daban para comer a una familia todo el largo y duro periodo invernal y parte de la primavera.
En la estación todos, estamos bautizados, de alguna u otra manera, pero el Vivas, dado lo extraordinario de su burrez y lo llamativo de su apellido, se escapaba del apodo, ya he hablado alguna que otra cosa de semejante energúmeno, déjenme que les ilustre con alguna que otra historias de esos años de miseria, miedo y hambre.
Hubo una ocasión que la cinta transportadora que llevaba el mineral a los depósitos encargados de llenar las vagonetas en las minas de Alquife donde durante unos años estuve destinado, pues se rompió, algo usual debido al uso intensivo que se hacía de la misma y el poco mantenimiento y sapiencia del personal empleado en las minas, siempre a expensas de un ingeniero o encargado británico que pasaba más tiempo detrás de las faldas de las pocas mozas casquivanas de la región o bebiendo el vino de la región que con el paso del tiempo, ha cogido fomento y todo.
El caso, es que me tocó llamar a Madrid de donde me dieron permiso para llamar a Almería y suspender el convoy del día hasta nuevo aviso ya que era absurdo enviar mercancías con los vagones a medio llenar. A consecuencia de no haber trabajo del día, al personal de la estación, se le dio permiso para ausentarse, término que no tardaron en aprovechar y apenas pasadas dos horas, apenas quedaba el Vivas, como maquinista de la estación, un guardarrail y yo como responsable de la estación.
El guardarrail, tenía algo de ascendencia morisca y no solía partir peras con nosotros. El tema, es que como echabamos las innumerables horas que se echaban en esas estaciones de Dios y con los fríos que se gastaban, pues se comía recio. El tema es que en las cocinas habilitadas para los trabajadores, hervía a fuego lento una olla para once o doce personas de arroz con habichuelas y unos trozos de tocino de ese salado que ya os he comentado, que era omnipresente en la dieta diaria de cristiano viejo y obligado que practicabamos.
El Vivas, viendo que se acercaba la hora de comer, me propuso quedarme a cargo de la olla, ya que tenía buena mano para los guisos y él partió en una motillo de esas de dos tiempos que teníamos a la taberna, la única del pueblo que estaba a una cierta distancia por un par de botellas de vino, con los que amenizar el potaje.
Llegada la hora de comer, pusimos la olla en el centro de la mesa, puse dos platos con sus correspondientes cucharas, un pan de kilo para ayudar a bajar el tocino, y el cucharón de servir los platos. La botella de vino, individual para cada uno, que no hubiera celos ni problemas. El caso, es que me dispuse a servirme mi plato, llené abundantemente el mismo, cogí un buen trozo de tocino y le ofrecí al Vivas el cazo para que se sirviese, este, me miró con aire meditabundo y sin más dilación, me espetó que si no me importaba que se sirviera de la olla directamente.
Yo como ya me había echado la ración necesaria, pues le dije que si que sin problemas, dicho y hecho, agarró la cuchara y empezó a comer, sin prisas pero sin pausa, yo mientras iba comiendo mi plato, mi pan, mi vino, preso de mis cavilaciones, terminé el plato, lo eché a la pila de lavar y el Vivas, seguía enredado con la olla, yo iba oyendo, no se si saben ustedes, el ruido que va haciendo la cazuela cuando se va vaciando que va sonando un eco ronco cada vez con más eco, pues eso fue el caso, este fenómeno de la naturaleza, fue dando cucharetás hasta que vació y relamió la olla, se bebió su litro de vino, los restos del mío y tres cuartas del pan de kilo.
Después de comer, pues teníamos unos catres dispuestos para sobrellevar las largas sobremesas y noches en la estación, que como sucedía antes, la periodicidad del trabajo no es como ahora que todo está controlado y ordenado, el ritmo era más difuso y tranquilo por qué negarlo y bueno tan pronto te podía tocar estar unas horas sin parar como tener de repente ocho o doce horas muertas.
El caso, es que nos echamos en los catres, y apenas pude cerrar los ojos, el mal nacido del Vivas, empezó a roncar con un espasmo tan estentóreo que parecía que se había reparado la cinta transportadora de la mina y estaba a pleno rendimiento. A la hora o asi, entrevelado de la imposibilidad de un sueño, por los estentóreos ronquidos, me levanté a coger la moto, e irme al bar cercano a la estación a echar unos cafés, una copa de aguardiente y unos cigarros a hacer tiempo que el buen señor, hiciera la digestión de la olla para doce personas que se había metido entre pecho y espalda, o llegado el caso, llamar al cura a que le diera el responso a semejante acémila.
Tomé dos o tres cafés. con sus correspondientes copas de anisado, eran otros tiempos, hacían unos fríos que se agarraban a los huesos y no había ropaje que te protegiese, alterné con los escasos parroquianos del lugar, Alquife, sin la población de las minas, no dejaba de ser una anécdota de pueblo y retorné hacía la estación, a mitad de camino, mis temores se confirmaron, el Vivas, seguía vivo, sus ronquidos resonaban en las minas con un eco de animal profundo de tiempos pasados.
Llegué, rellené los partes correspondientes al día y desperté como pude al doliente, el cual, masculló algo ininteligible y se puso en pie, frotándose con satisfacción la barriga y echando mano al licor de café que teníamos en la alacena para sobrellevar las sobremesas, le echó un largo trago, a gallote, después del cual, soltó un estentóreo eructo, y se sentó en una butaca, con cara de satisfacción del deber cumplido. Así, era el Vivas, que os voy a contar, lo que tenía de bruto, lo tenía también de buena persona, eso sí.
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