Vivir con miedo, morir de hambre o suicidarse: las alternativas que ofrece el neoliberalismo en América Latina

in #spanish5 years ago

La noticia del suicidio de Paola Moreno (32) junto a su pequeño hijo May Ceballos (10), vuelve a conmocionar –por dos segundos- las redes sociales. Por un lado están los jueces e inquisidores. Por otro, los medios tradicionales que, como es costumbre, hacen del dolor ajeno un culebrón para generar sensacionalismo y audiencia. Condenan la decisión de la joven madre sin apuntar y desnudar el origen de esa tragedia que hoy sufren millones de personas en Latinoamérica, especialmente las madres solteras que son olvidadas por los estados neoliberales de la región, los principales violadores de los derechos humanos.

Según cuentan algunos medios locales, Paola decidió saltar de un puente de cien metros de altura con su pequeño en brazos, debido a serios problemas económicos. Los habían echado de casa hace unos días. Sacó un préstamo informal al 40% de interés que no pudo pagar. La joven no contaba con la ayuda de su familia, mucho menos del estado colombiano y no tenía los recursos suficientes para darle una vida digna a su hijo. Y para rematar, huía de las amenazas y abusos de su ex pareja.

A pesar de las súplicas de los policías y de otras personas que se acercaron a la dramática escena, la joven saltó con el niño. Uno de los policías que rompió en llanto comentó que a ella se le miraba en sus ojos “una gran tristeza”. Nada pudo hacerla retroceder.

Las redes, con su moral inquisidora, no tardaron en expiar la decisión de aquella pobre mujer. “Se hubiera matado ella, pero no al niño.” “Todo tiene solución en esta vida, menos la muerte.” “Yo pasé por la misma situación y no me maté.” "Mala madre." “Asesina.” “Cobarde.” Y podríamos continuar largo rato transcribiendo las sentencias que lanzan los “moralistas” en la plaza virtual de linchamiento. Un espacio idóneo donde es más cómodo juzgar que visualizar las causas de esa y de las múltiples tragedias que ocurren día a día en toda la extensión de nuestra sufrida Latinoamérica.

Colombia es un país fundado y (sub)desarrollado en las garras afiladas de la violencia. Las plagas, que ahora se han exportado por todo el continente son las mismas: narcotráfico, paramilitarismo, guerrilla, terrorismo de estado. Falsamente apaciguados por la trampa yanqui del Plan Colombia I y II y los Tratados de Paz que desmovilizaron –a propósito- a las FARC, para comodidad de las transnacionales depredadoras, acentuando la cacería de cientos de líderes sociales y ambientales bajo la complicidad del actual gobierno de Iván Duque, títere del uribismo y de las élites colonialistas.

Los males de aquel hermoso y diverso país supuran cual herida a corazón abierto. Los ríos de sangre siguen brotando en cada rincón, causando estragos en los más vulnerables. Son los mismos condenados de la tierra a pagar la voracidad insostenible de la bota militarista, colonial, racista y patriarcal de los que se sienten dueños del mundo.

Vencer el miedo a un futuro incierto.

Porque se nos agota el tiempo, como decía Berta Cáceres, es hora de llamar a las cosas por su nombre. Sobre todo porque esa violencia histórica nos afecta a cada uno de los y las sobrevivientes de estas tierras malditas por su gran riqueza natural y cultural. Porque no le podemos seguir poniendo la otra mejilla a los saqueadores. Ahí donde comienza el río Bravo hasta el último tramo de la Patagonia, sufrimos el mismo cáncer. Centroamérica toda, especialmente Honduras –la favorita del Tío Sam después de Colombia para hacer sus maléficos experimentos- atraviesa una horrorosa crisis humanitaria, mientras Estados Unidos enjaula a nuestros niños, se frota las manos ante la zozobra y ejecuta un nuevo Plan Cóndor en Venezuela.

Menudo panorama. Sin embargo, es momento de entender que ningún fenómeno es ajeno del otro. Que la defensa de la tierra y de los ríos es la lucha más genuina por la vida. Que la pobreza estructural –que también es violencia- tienen responsables directos y si no queremos tener el triste destino de Paola, de May, o de aquel hombre que saltó de un puente de Tegucigalpa al río Choluteca, o de los jóvenes que se han tirado del Costanera Center en Santiago de Chile por no poder pagar la deuda estudiantil y de aquellos miles y millones que ahora mismo se sienten abandonados, sin esperanza por el futuro y agobiados por esos mismos demonios neoliberales.

Ante esa calamidad y por propio instinto, debemos quitarnos la inercia y el látigo de verdugos. Es verdad que es difícil avizorar un horizonte. Son capas y capas de polvo encima y la sangre de los mártires sigue fresca. A veces pienso que más que apatía, las y los latinoamericanos hemos desarrollado una demencia selectiva, a causa del miedo. El poder hizo un magnífico trabajo con los medios de difusión. El odio hacia el otro es más práctico –y barato- que la compasión. Si no lo veo no existe. ¿Pero qué sucede cuando esa violencia nos afecta directamente a nosotros o a nuestra familia? ¿A quién le pedimos ayuda? ¿A quién le confiamos nuestros niños y niñas para que los cuiden en caso de que nos maten o nos hagan matar? ¿A quién recurrimos si no hay comunidad? El neoliberalismo, cuando ya no les somos útiles, nos querrá muertos y muertas

Que la tragedia de Paola y May nos ubique en nuestro lugar en el mundo. Dentro de poco, cuando el futuro incierto se convierta en un presente todavía más absurdo e insufrible, y el proceso histórico de las cosas nos robe todo, sólo tendremos una sola alternativa distinta al sistema de muerte: tendernos la mano entre hermanas y hermanos. Trascender las fronteras físicas e imaginarias del capital. La supervivencia estará marcada por la compasión y la empatía. Sin miedo. Confiando, por supuesto, que para entonces no sea demasiado tarde.
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