Sentir vergüenza es esa sensación de bochorno por alguna situación en la que por algún motivo u otro nos sentimos expuestos como tontos o incómodos delante de la mirada de los demás. Es una emoción humana, es normal sentirlo en algunos episodios de nuestras vidas. Podría pensarse que sufrir un incidente así nos marcaría por el resto de nuestra existencia, sin embargo, como buena venezolana recuerdo con jocosidad mis anécdotas de chascos o ridículos que durante mis 37 años me ha tocado vivir, no sé si por tonta o porque me ha tocado a mí y a los tres chiflados.

Mis padres me regalaron unos patines cuándo tenía alrededor de 13 años, y yo fascinada por mi obsequio me pasaba horas y horas patina que te patina, el asunto era que lo hacía dentro de casa, de la sala a la cocina, no me atrevía a salir a la calle quizás por miedo a caerme en el asfalto o quizás era precaución mientras esperaba ser más experimentada.

Una tarde mi madre muy motivadora me incita a que patine fuera de casa; “vamos, hija, tú puedes, ya sabes patinar, no, te dé pena, anda para que te vean los vecinos lo bien que patinas”. Los vecinos acostumbraban a sentarse en las entradas de sus casas al caer la tarde, así que serían un público obligatorio a esa hora.

Me decidí y con aires de patinadora profesional, me aventuré hasta la entrada de mi casa, mientras mi madre me abría la puerta, yo di unos dos pasos para tomar impulso y me lancé a la calle con todas las energías que pude reunir y ¡patapum! Caí de espaldas con los pies al aire y mis brazos aleteando cual gallina alborotada, me levanté de ipso facto, miré con rapidez a mí alrededor y vi las caras rojas de risa de mis queridos vecinos y mi amada madre.

No hace falta contar que corrí a esconderme a mi cuarto como el avestruz que hunde la cabeza pidiendo a la tierra que me tragara. Ya de eso han pasado muchos años y todavía nos reímos cuando lo recordamos.

Esta vez estábamos de vacaciones y aprovechamos para ir a jugar bolos a un conocido lugar de mi ciudad natal. Era la primera vez que se me ocurría practicar este juego, ya lo había visto muchas veces, pero nunca me había interesado hacerlo yo. En vista de que el grupo me animó a participar me atreví, me calcé los respectivos zapatos, elegí una bola y me dispuse a disfrutar del juego.

Cada uno fue tomando su turno y arrojó sus bolas hasta que me tocó a mí debutar y lanzar, en ese momento me dispuse a caminar hacia la pista cual Pedro Picapiedras en sus mejores lanzamientos, ignoraba cuán resbaladiza podría ser la pista en cuestión y creyendo que podía hacer trampa adentrándome un poco más, pisé la parte resbalosa y me desparramé estrepitosamente por aquel pasillo aceitoso. Al caer quedé boca arriba y giraba rápidamente sobre mi espalda, cualquiera podría pensar que estaba ejecutando una pirueta de break dance, parecía un morrocoy que quedó accidentalmente volteado.

Aún puedo escuchar las carcajadas de mis amigos, mi madre y mis hermanos, es una de esas anécdotas que no faltan en los momentos de tertulia y que empiezan con un… ¿Te acuerdas de cuando Lili parecía una morrocoya patas arriba?

Estos y otros “accidentes” más que tengo en mi repertorio, forman parte de mi historia y los recuerdo alegremente, no niego que en su momento me causaron mucha vergüenza, pero al mirar atrás no puedo evitar la risa, ¿será por esa capacidad que tenemos los venezolanos de reírnos de nosotros mismos? Realmente no lo sé, lo que sí sé, es que a muchos de ustedes les debe haber pasado algo parecido y me gustaría mucho que lo compartieran conmigo.