Cassandra le está gritando a nuestra era

Caminaba por la acera de una de las principales arterias de la gran urbe, el flujo no era demasiado denso así que los automóviles circulaban a muy buena velocidad. Venía pensando en Cassandra, quería verla a los ojos, no me sentía yo muy bien. Me dijeron que la habían visto hace poco, caminando en torno de una esquina, hablando con los conductores que al cruzar dos palabras con ella continuaban su marcha. Me dijeron también que la vieron en su casa, drogada, con los dedos negros, percudidos con las cenizas de su pipa para la piedra; flaca, muy flaca. Ella había sido expulsada del pequeño reino familiar por su propensión a la crítica, por su gran desprecio por la mentira y los ideales caducos, por su amor a la vida. Tuvo el atrevimiento de despreciar al dios que la había enamorado desde pequeña a través de la ilusión del padre de hacerla monja. Venía pensando que ahora ella se aferra a su agonía lenta para reafirmar ese amor, para perseguir con sus gritos de loca la conciencia de su castigador hasta el día de su muerte.

Hacía días que no la veía, así que me giraba una oscura idea en la cabeza. La última vez fue pacífico, sólo nos fumamos un par de cigarrillos de marihuana y se mantuvo muy tranquila, no mostraba esa ansia que la sacude cuando empieza a hacer falta el efecto del crack. Recuerdo que no me contó ninguna de sus extrañas historias acerca de aquel caballo preñado de hombres armados hasta los dientes, esos que causarían la destrucción de la humanidad. Fue muy extraño que ese día no me contara nada, el día anterior había entrado al supermercado dejando nerviosas a las buenas señoras que la escuchaban gritar que el mundo se iba a acabar. Cuando alguien se acercaba para detenerla comenzaba a gritar que un hombre se la había robado, que nadie se atrevía a castigarlo. Alguna señora se apiadaba y quería prestarle ayuda y ella en seguida, que la mujer del hombre que la robo la quería matar. Luego se tiró al piso y se retorcía mientras le pedía a todos que huyeran, que en ese momento los estaba viendo muertos, abrazados por el fuego, derritiéndose lento, lo juraba por el dios que la había execrado escupiéndole en esa boca que no se cansaba de exclamar sus extrañas advertencias. Dos guardias del supermercado pudieron arreglárselas para sujetarla y echarla a la calle.

Ahí fue donde algún tiempo atrás yo la conocí, en la calle, ella comenzó a seguirme. Me temía que fuera una prostituta y fuera a querer ofrecerme algo, o tal vez a robarme. Escuché que me dijo que no tuviera miedo, que sólo quería ver mis ojos, aunque fuera de lejos. Me giré para mirarla de frente procurando que no se acercara demasiado y le pregunté que para qué. “Aquí me quedo parada”, me dijo, “sólo quiero que me veas a los ojos”. No entendía bien lo que me estaba sucediendo en ese momento pues mis ojos notaron algo ciertamente extraño; volteé hacia todos lados pensando que alguien más pudiera estar con ella, hablando. “Mírame”, dijo ella, sin embargo yo ya la estaba viendo y las palabras no salían de ella, al menos no con su aliento y de su boca. Las escuché desde adentro y toda mi atención se puso en ella. “Tú no te vas a morir, por alguna razón que no sé vas a resistir la inmensa hecatombe que está por iniciar”. Aún en este momento sin siquiera mover los labios me seguía diciendo. “Yo te puedo ver atravesando el fuego de las bombas que están por explotar, tu carne se quema y se vuelve a generar en círculos constantes que se van a contar por siglos. Pero tú no lo vas a notar”. Aquél día lo único que escuché de sus labios fue “me regalarías un cigarro”.

La quería encontrar porque verla ya se me había hecho costumbre. Nunca más me dijo que sería yo inmortal o algo por el estilo, pero sí me hacía muchas historias raras de las guerras que ella vivió y las que estaban por llegar. Nunca le creí nada de esto pues es realmente joven, tanto que no me llego a explicar cómo es que puedan ocurrírsele tantas y tan oscuras historias. Me han dicho que ha estado asaltando a las parejas de los parques que mira que se quieren, “sálvense”, les grita, “hagan el amor y no la guerra”, y todos se ríen de ella. Veo a un pariente suyo que camina por la acera de enfrente y se cruza cuando le grito para que venga. “Cassandra está muerta, la mató la esposa de un tipejo que decía que su marido ‘quería’ con ella. Ya está callada la infeliz, ya no está gritando sus pendejadas”. Todo esto me dice serio y luego acelerando el paso se pierde doblando la esquina. “Ya no está Cassandra” me digo mientras me estalla un dolor de cabeza.

Sigo caminando en la calle con su flujo continuo de coches transitada, sólo mi corazón parece estar compungido por la noticia de la muerte de la que llamé “mi hermana”. Todo parece tranquilo pero de pronto comienzan a sonar las alarmas. El tránsito poco a poco se detiene, dejando el volante los conductores comienzan a salir confusos de los automóviles. Pasan dos minutos sin que ningún temblor o cosa parecida pase y entonces comienza un estruendo. Todos empezamos a ver desde el cielo caer las armas, no hay a donde correr, ha sido tarde el aviso. A la primera luz recuerdo cada vez con más claridad las palabras de Cassandra, “morirán todos por el fuego”, mientras que a mí una vez me dijo, “lo atravesarás”.

Comprendo que ahora que todo a mi alrededor está de color blanco, estoy en ese Tiempo del que me habló Cassandra y no sé hasta cuándo podré abandonarlo.

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Lady Emma Hamilton, como Cassandra
Por George Romney
(Fuente de la imagen e información sobre el personaje de Cassandra)

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La imagen de la portada es original