Mi abuela Lionza. (Recuerdos).
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Mi abuela Lionza. (Recuerdos).
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Su nombre era Leoncia Bolívar y, pese a contar con 93 años, tenía una fortaleza y resistencia que no concatenaban con los 46 kilos de peso, y ya después que leí e libro "Don Quijote de La Mancha", hice la asociación a la versión femenina del famoso hidalgo. Rodaba la década de 1960.
Le decíamos Lionza, para evitar que la lengua se nos enredara al pronunciar su nombre.
Mi abuela Lionza era flaca, de agudas facciones y de hombros encogidos, pero todos los muchachos del pueblo nos desvivíamos por que ella nos incluyera entre quienes la iban a acompañar en la misión de ir a la cacería de cachicamos a campos sin cuido, y en los que se hallaban animales que servían de alimentación.
Además de cachicamos, había rabipelados y mapurites, pero a abuela Lionza no le gustaban pues decía que eran muy hediondos, y aseguraba que quien los comía adquiría esa fetidez en el sudor.
Abuela Lionza nos llevaba a disfrutar en la laguna de Pedro Carpio, la cual quedaba apartada, y la mayoría prefería la la laguna del pueblo aunque abundaban los babos, que eran pequeños caimanes, y cuya mordida arrancaba tajos de carne, y había que bañarse con sumo cuidado.
Mi abuelita querida nos llevaba al cerro La Morrocoya, donde vivía su hija Ana Rafaila, casada con Dionicio. Por cierto, muchas veces recuerdo los ojos verdes de esa tía, que parecían tomar el color de las plumas de los pericos. Me gustaban las catalinas marrones en la vidriera de la bodega que tenía en ese cerro.
En otras ocasiones nos íbamos los domingos a pasar el día al otro lado del cerro, donde había un fresco y cristalino morichal donde también aplacábamos la sed.
Mi abuela Lionza nunca nos perdía de vista, y todos obedecíamos sus órdenes y sugerencias, por lo cual nunca hubo problemas al salir con ella, pues estábamos advertidos de que si cometíamos una fata grave o notoria, no saldríamos más con ella.
Pero uno de los días más tristes de mi vida fue cuando ocurrió el fallecimiento de mi abuela Lionza, a los 103 años.
La vida es de Dios, y solo Él sabe interpretar este confuso e incierto mundo, pero en mi corazón se mantiene incólume aquella imagen enjuta, pero de firme mandato e inquebrantable autoridad.
Hace más de 40 años que no me bajo ni al cerro La Morrocoya ni a la casa que queda enfrente, y donde vivía mi tía Ana Rafaila. Y bajo la luvia, parecía una húmeda e inmensa cobija plateada.
Pero tengo pensado ir un día cualquiera, y sentarme cerca de ese morichal a conversar con el recuerdo de mi abuela Lionza.
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¡Qué interesante y llamativa sería una cacería de cachcamos, comandada por el ingenioso hidalgo, y detrás Sanchito con un morral para meterlos!