Las últimas palabras son disonantes.
¡Qué interesante hablarle nuevamente!
parece mentira que ya tanto ha pasado,
que hace meses usted está ausente
y que de mi vida no se da por enterado.
Es tan curioso esto de encontrarse
en un banco, una plaza e incluso en internet.
Me agrada la idea de que fronteras puedan quebrarse
y sobre todo si ello me acerca más a usted.
Sin embargo me duele su fría indiferencia,
si es que la indiferencia puede ser de otra manera.
Yo que le hablo con el pulso acelerado,
y usted que me trata como si yo no existiera.
¿Acaso ha olvidado los días fríos y tristes
cuando mi mano era su fuente de calor?
Quizá se han borrado de usted los tantos chistes
y el sabor de los besos repletos de dulzor.
Aunque sé dentro de mí que usted está bien
y eso debería ser para mí alegría.
A pesar de eso, quisiera verle a usted
rodeado del dolor que entonces yo sentía.
Señor de los sueños que sueña todavía,
debo confesarle que me irritan sus andares
porque sabía usted que al irse eso dolería
y que aumentarían, por ende, todos mis pesares.
Pero está bien, no le guardo rencor,
todo en esta vida se paga y se celebra.
Le deseo en el porvenir todo lo mejor
y a mí de ese dolor, no me queda ni una hebra.
Descuide, caballero, que de las promesas pasadas
en este corazón no palpita ninguna.
Espero que ahora, antes de comentarlas,
sepa, discretamente, guardar la cordura.
Haga las cosas y mejor no las exponga:
valen más cuando nacen sin ser explicadas.
Deje los juramentos tontos del meñique
y comience a sentar cabeza
o, mejor, no haga nada.
Caballero de los sueños a quien nada le interesa,
deseo para usted una vida de logros vanos
para que sea feliz con aquella certeza,
aquella belleza de los deseos mundanos.
Y para culminar estos versos disonantes
he de decirle que no dije gran cosa.
En fin, adiós, caballero andante,
le suelto las manos de las esposas.
