Vincent, que estás en los campos

Hablaba Jack London, de la llamada de la selva. Rudyard Kipling abarcaba mucho más, y en esa excelente novela de aventuras que es Kim de la India, proclamaba sin tapujos aquello de: hay un mundo ahí afuera. ¡Ve y descúbrelo!. Menos ambicioso, quizás, Miguel Delibes ponía su pluma y su corazón al servicio de una Castilla paridera que fijosdalgos, que aún sin moverse del pedregoso terruño que les vio nacer, parecían tener el universo en sus manos. Tal vez de esa pequeña grandeza, le viniera a la mente la idea de escribir aquélla macondina novela que tenía por nombre El disputado voto del señor Cayo. De Cayos romanos y callos de peregrinos, la historia de Castilla está llena. De los primeros, quedan como mudo testimonio, las ruinas de ciudades como Clunia, a tiro de piedra de Coruña del Conde y ese pájaro americano –un F80 Shooting Star, que por alguna razón no se desintegró en la guerra de Vietnam- cuyas alas apuntan hacia el cielo, recortándose sobre las ruinas de su castillo. De los segundos, como icnitas de dinosaurios, sus huellas quedan en el suelo arcilloso, toda vez que sus nombres se los ha llevado un viento que a veces fustiga, otras aprieta y en algunas ocasiones, también ahoga.

En esos campos, paraméricos en ocasiones y frugales oasis en otras, todos los veranos suelo perderme. Quizás porque sienta esa llamada –no tan fuerte, como la de la selva de London y desde luego, mucho menos universal que la de Kipling-, que me insta a convertirme en un llanero solitario y a lomos de coche viejo, pero con experiencia, vagar a mi antojo buscando quimeras, mientras media España paladea mercurio en las sopiáceas playas del Mediterráneo. Y créase o no, todos los años, al verlos, pienso en Vincent –por supuesto, Van Gogh-, y una frase acude a mi mente con la cadencia de ese mantra, Om mani padme hum, con la que el monje tibetano sustituye al rosario cristiano, tal vez con la misma intención de abrir un surco en la aurora por donde penetre un rescoldo de gracia a este mundo: Vincent, que estás en los campos.

Los veo por el día, buscando el sol con su leonina cabeza, sublimes, dándole la espalda a unos trigales sofocados en tierra sedienta y cuyo color, en comparación, pinta canas esperando el peine y la tijera del agricultor. Luego olvido los trigales y centrándome otra vez en ellos, recuerdo que también los he visto cuando el sol avanza a paso de talgo, dirigiéndose hacia el oeste para encerrar en los cocheras submarinas del Finisterre. Los recuerdo, humillándose hacia la tierra, como queriendo ocultarse de una luna que tal vez fuera el preludio de aquélla noche estrellada en la que Vincent, o mejor dicho, el alma de Vincent, alzara también el vuelo llevándose consigo su último pensamiento alegre, imitando a aquél puer aeternus que todos llevamos dentro, llamémonos Vincent, Juan o Peter Pan.

Los girasoles: la belleza de lo efímero, orgullosa de cara al sol, humillada a la luz de la luna. ¡Ay, Vincent, que estás en el campo!.