Villapedre: un gocho de Madrid en la pocilga

in #spanish7 years ago

Los veranos en Boronas tenían un sabor más especial aun si cabe, cuando íbamos a visitar a la familia de Villapedre y en lugar de continuar hacia La Barraca y seguir la nacional 634 en dirección a Navia, optaba mi padre por seguir una ruta alternativa y más pintoresca, eligiendo el ramal de la izquierda, en el alto de las Cruces, donde nos aventurábamos por una carreterilla tortuosa que se perdía monte arriba hasta alcanzar el punto más elevado, señalado por la aldea de La Artosa, que ha de situarse al pie de un lugar mítico por el que sentía un profundo respeto, puesto que creía a pies juntillas que en su cima, generalmente oculta por una misteriosa e impenetrable neblina, moraban todavía los viejos dioses, así como también muchos de los seres fantásticos de la rica mitología astur: el monte Pegueiros. De las breves estancias en la casa de mis tíos, en Villapedre, conservo, como una anécdota inolvidable, cierta ocasión en que me detuve en la pocilga a acariciar a unos lechoncillos de apenas unas semanas de edad y mi primo Arsenín, incapaz de sentir esa fascinación y ternura del chico de ciudad hacia unos animales con los que no tenía que convivir habitualmente y mucho menos sacrificar, me encerró con ellos de un empujón, corriendo a continuación hacia la casa, sin dejar de gritar: ‘Corred, corred que tengo un gocho más en la pocilga’. Por supuesto, la palabra gocho, en bable, significa cerdo.
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Evidentemente, todos rieron la ocurrencia, incluido un servidor, si bien en mi interior –que no por ser muchacho, créanme, se está ajeno necesariamente a ese conjunto de virtudes y defectos que complementan la psicostásica balanza de las miserias humanas y mundanas- siempre me quedó un singular resquemor –o si prefieren, humillación- así como un deseo insatisfecho de devolver el golpe. También es cierto que, si hemos de creer en esa sabia asignatura provinciana de dimes y diretes que son los refranes, no hay mal que por bien no venga y con la lección bien aprendida –se hubiera sorprendido don Juan, mi profesor de matemáticas, aquélla raíz cuadrada elevada a la enésima potencia, cuyo producto era la vara que utilizaba cada vez que la perspectiva fallaba y dos más dos eran cinco- jamás volví a darle la espalda a la puerta de una pocilga, de un gallinero o de una cuadra. Eso no significa, sin embargo, que dejara de sentir interés, fascinación y ternura hacia los retoños de la familia animal que convivía habitualmente en comandita con cualquier familia rural asturiana, y por defecto, con mis familiares, aunque desde entonces –puede que de manera inconsciente se originaran allí esos deseos que me acosan últimamente de acudir a una consulta y decir aquello de: el señor Jung, supongo- mantuve una amistosa pero prudencial distancia con todos ellos, supongo que mirándome como Narciso en el espejo de mi orgullo herido, cada vez que el diablo, que según dicen –y debe de ser cierto- no tiene nada que hacer y por eso se entretiene matando moscas con el rabo, me tentaba a acariciar a algún animalillo que, en realidad y siendo objetivo, ya tenía más que suficiente con los arrumacos que le dedicaba su propia madre.

Sort:  

Soy del ámbito rural, aunque de eso que ahora denominan "agrociudades". Todavía en mi infancia se criaban animales en los corrales de las casas, aunque poco a poco han ido tirando la mayor parte de estas viejas casas manchegas de patio y corral para edificar bloques de pisos que han desvirtuado el perfil de muchas de las calles.

De aquella época (serían finales de los 80) tengo uno de los recuerdos más traumáticos de mi infancia: una mañana de sábado que yo andaba por la casa de mis abuelos, una señora casa manchega, se reunieron vecinos y familiares para hacer la matanza; allí, en el corral, donde yo solía jugar entre la manzanilla. Cuando comencé a sospechar de qué iba todo, me metí a las habitaciones del interior para huir de la escena. Pero hasta allí llegaron, al rato, los chillidos. Nunca había escuchado nada semejante, ni lo he vuelto a escuchar. Tuve que taparme los oídos y apretar fuerte para tratar de escapar de aquello. Aún hoy me siento incómodo cuando rememoro aquellos chillidos. Algo así como Clarice en El silencio de los corderos.

Entiendo perfectamente lo que sentiste. Una de las pocas veces que le dieron a mi padre vacaciones en diciembre, fuimos a pasarlas a Asturias, coincidiendo con la época de la matanza. Y en efecto, los chillidos de los animales son difíciles de olvidar. Como tú, yo no tuve valor para asistir y me fui a dar una larga vuelta.

No sabía que gocho viene del bable, por aquí también se utiliza mucho. Pero iba a que, un día, vi por las redes que iban a matar a tres cerdas vietnamitas, las habían abandonado, el Seprona se las llevó de unas campas de Zaragoza, donde se habían refugiado, pero para sacrificarlas (vaya eufemismo, sacrificarlas en honor a quién), a no ser que alguien las adoptase. No sé qué desayuné aquel día, aún no me explico qué me hizo llamar y ofrecerles mi casa, si a esos animales no los había visto nunca de cerca, ni vietnamitas ni autóctonos. Sólo pensaba que tenía sitio para ellas.
Los primeros días fueron de mutua desconfianza, pero según pasaban, íbamos conociéndonos y queriéndonos. Una de ellas llegó embarazada, y nacieron en mi casa otras tres gochitas. Seis cerdas, cinco gatos, dos perros y algún otro que llegaba de acogida, nos vimos viviendo bajo el mismo techo, además de sapos, pájaros, ratoncitos... Pues tengo que decirte que nunca me había sentido tan escuchada y querida como con ellos, bueno, o de otra forma, absolutamente sincera.
Estuvieron conmigo más o menos cuatro años, y me costaron muchas lágrimas dejarlas en otro sitio, pero no tenía más remedio.
Son muy inteligentes, sensibles y cariñosos. Bueno, paro ya, que me voy a emocionar otra vez. Quizá me hacía falta pasar por aquello, para que mi mente también cambiase, nunca se sabe por qué pasan las cosas.

Mi familia hablaba en bable generalmente, allí en Asturias y yo nunca les he oído referirse de otra manera, aunque sí variaba la palabra entre gocho y gochu, pero tampoco pongo la mano en el fuego. Me parece una gran historia la que nos acabas de contar, que no sólo demuestra ese alma sensible y sana de la que nos acabas de dar muestra también, sino que me has despertado muchos recuerdos. Yo sigo viviendo en Vallecas, en una casita de 45 metros cuadrados. Cuando era crío, parecía una pequeña arca de Noé, de tantos animalillos como tenía. Iba con mi madre al mercado y con una docena de huevos siempre me regalaban un pollito. Llegué a criar unos cuantos. Los últimos, fueron tres, que se convirtieron en unos pollos de categoría. Yo vivo en un primero y todas las mañanas les abría la puerta y los dejaba campar a sus anchas por la calle. ¿Te puedes creer, que ellos solitos regresaban a casa a la hora de comer, picoteando en la puerta para que los abriera?. Ah, qué buenos recuerdos. Gracias por abrir esa estantería de mi memoria.

Hi @juancar, no sabía que la palabra gocho, en bable, significa cerdo. Acá en Venezuela es una denominación con la que se suele identificar a las personas nacidas en los estados andinos de Venezuela: Táchira, Mérida y Trujillo. También es asociado al acento andino propio de la región. Y realmente es un anécdota inolvidable. Saludos

Gracias por tu aportación. Me parece muy interesante y viene a demostrar, en el fondo, lo que vengo diciendo muy a menudo: que todos aprendemos de todos. Tanto tú como yo, hemos aprendido algo partiendo de una palabra que, según parece, nos es común. Saludos cordiales

Hola @juancar. Así es! Sigamos aprendiendo. Saludos

que mas da gocho que cochino,guaro, marrano, chon, txerri ,son animales limpios pero los que los cuidan no.
no te preocupes mi pequeño lechoncito yo te quiero jejejejejejejej

Es verdad, da igual cómo se denominen. Ahora bien, si esperas que engorde para darte un festín en San Martín...Los animales suelen todos más o menos limpios, de manera que tienes razón en cuanto a sus cuidadores. No hay más que fijarse en el caso que le hacemos al medioambiente y luego nos maravillamos porque nieve en el Sáhara. Ainssss, como somos. Un abrazo de parte del lechoncete.

una piernita para mi he he

Si sólo es una, vale. Con una y una muleta, este gocho se puede ir apañando, ja. ja

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