Santillana del Mar
España posee una riqueza sobresaliente en esa disgresora variante de la Cultura que, en mi opinión, es ese peculiar conjunto de dimes y diretes, citas, dichos y refranes populares, que reunidos bajo el digno epígrafe del Folklore, constituye un inestimable tesoro antropológico y hermenéutico de primera magnitud.
Si del pueblo manchego de Puertollano –donde, por cierto, nació mi madre el día 18 de diciembre de 1929- la maledicencia popular ha consentido siempre en denominarlo como ‘el pueblo de las dos mentiras’, porque ni tiene puerto ni tampoco está en un llano, algo similar ocurre con Santillana del Mar: que ‘ni es santa, ni es llana, ni tiene mar’.
Aun así, obviando estos detalles de anecdótica popular, no erraría, en absoluto, si dijera que Santillana del Mar, es uno de los pueblos más hermosos y mejor conservados de Cantabria.
Su casco antiguo, aquél que a juzgar por las circunstancias, parece que se levantó, urbi et orbi, alrededor de su inconmensurable Colegiata –donde se conserva el sepulcro de una santa, Juliana, bajo cuya advocación está y cuya popularidad en Cantabria, parece obedecer, también, a esa curiosa circunstancia devocional que los asturianos sienten por una figura foránea, como es Santa Eulalia de Mérida (1)- conserva, no obstante, con algunas modificaciones, el peculiar encanto de su primitivo aspecto medieval.
Grandes casonas familiares y linajudos palacetes que lucen como en un escaparate orgullosas heráldicas, que hablan de una historia perdida en los insondables charcos de ese periodo conocido como la Reconquista e iniciado, según las fuentes musulmanas por Don Pelayo y ‘sus cuarenta asnos’, en las montañas asturianas.
Casonas y palacetes, convenientemente reacondicionados en la actualidad, que ofrecen una interesante variedad de lugares de restauración –donde saborear las sustanciosas y ricas comidas tradicionales- albergues y hoteles, reposterías –también tradicionales, donde el dulce más representativo puede ser el pasiego (2)- y tienduchas bien surtidas de recuerdos y souvenirs, encaminados todos a la atención de los visitantes, que a la postre son sus principales fuentes de ingreso, después de la agricultura y la ganadería.
Si bien antes o después, su belleza y pintoresquismo hubiera hecho de Santillana del Mar un lugar eminentemente popular, la fama, propiamente hablando, le sobrevino a finales del siglo XIX, cuando en su término se descubrió aquélla innegable capilla sixtina del arte paleolítco, que es la Cueva de Altamira, cuyos extraordinarios bisontes se exponen en este artículo, si bien en fotografía sacada en la réplica de dicha cueva, que se construyó exprofeso en el Museo Arqueológico de Madrid, situado en la céntrica calle de Serrano.
A tal respecto, reseñar que por motivos de seguridad y conservación, las visitas a la Cueva de Altamira están restringidas, concediéndose un escaso número de visitas, previa cita y tiempo de espera, que puede durar años, lo cual constituye una empresa poco menos que imposible de acometer.
Hay, además, a la salida de Santillana, una curiosa casona, que luce el nombre de ‘Salón del Tiempo’, que supongo que será algún local de restauración y al que no quise entrar durante mi visita a la ciudad, pues extrañamente me vino a la memoria aquélla sentencia de Lucrecio que afirma que todas las horas hieren, pero la última mata.
Por lo que, recordando ese otro aserto latino que dice ‘tempus fugit’ y teniendo, en realidad, tan poco tiempo a mi favor y tantas cosas interesantes que ver, decidí aprovechar el mío, poniendo rumbo otra vez a esos misteriosos caminos de Dios, donde siempre me suelo encontrar más a gusto que en mi propia casa.
Pero que nadie se llame a engaño: abandoné Santillana del Mar, con un más que agradable sabor de boca.
[Hospital de la Fuenfría, Cercedilla, Madrid, lunes 6 de agosto de 2018]
Notas:
(1) A diferencia de Santa Eulalia de Barcelona, a la que se representa con una cruz con forma de aspa o de San Andrés, Santa Eulalia de Mérida suele estar representada, generalmente, con una vaca o un buey a sus pies, circunstancia que no sólo nos pone en la pista de los antiguos cultos ginolátricos, sino que, además, también nos indica las relaciones ganaderas que hubo entre los pastores del norte y sus homólogos extremeños, circunstancia por la que comparten numerosas leyendas, tradiciones y devociones. De hecho, el nombre de Santa Eulalia, es el origen, entre otros, de Santolaya, capital del Concejo de Morcín, bella ciudad minera situada a la vera del Monsacro y a unos ocho kilómetros de Oviedo, la capital del Principado de Asturias.
(2) Curiosamente, los pasiegos constituían una etnia considerada ‘maldita’ y rechazada por el resto de vecinos, como los vaqueiros de alzada en Asturias o los agotes, en Navarra.
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