Gustele, Jung, la abuela Alejandra y el familiar sexto sentido
Hablaba Jung, en esa excelente obra ‘Sueños, recuerdos, pensamientos’, cuya lectura recomiendo a todo aquel que desee penetrar en su fascinante universo, siquiera sea desde una manera somera o superficial, acerca de su abuela Augusta, dama a la que familiarmente se dirigía por el apelativo de Gustele. Sin profundizar demasiado, no obstante y por desgracia, pues las anécdotas hubieran sido fascinantes, ‘el brujo de los Alpes’, como le denominaban a él sus amigos y conocidos, afirmaba que Gustele tenía ‘la Segunda Visión: aquélla facultad, dejando aparte los argumentos con exceso de fantasía de Hollywood, que investigadores como el británico Colin Wilson denominaba con el nombre de ‘Facultad X’, pero que generalmente suele ser conocida, vox populi, como ‘Sexto Sentido’. Una facultad ésta –denomínenla como mejor gusten o les convenga: segunda visión, facultad X o sexto sentido-, que el célebre hermeneuta rumano Mircea Eliade consideraba especialmente latente en las tribus primitivas y también en aquéllas pequeñas comunidades rurales, que todavía mantenían un estrecho contacto con la naturaleza.
Siempre he dicho, y lo seguiré diciendo, que con respecto a Asturias, se puede aplicar el dicho de que hay otros mundos, pero están en éste, como hubiera afirmado ese gran masturbador –con el permiso de Dalí y pidiendo perdón de antemano, por si la palabra ofende- que fue Paul Eluard: precisamente aquél acérrimo surrealista, con el que éste compartió un Zahir llamado Gala. No importa lo que la intrusión de la industria y el progreso –que en el fondo, no son, si no los gigantes dolosos de los grandes mitos, incluido el del Grial-, hayan contribuido a modificar el aspecto de éste, con toda justicia, denominado ‘paraíso natural’; o aplicando el sambenito de las comparaciones –preséntenme a algún escritor que no acuda alguna vez a ellas, como tabla de salvación cuando la resaca de la narración tiende a arrastrarles historia adentro-, ‘la pequeña Suiza’.
En una parte recóndita, ciertamente, de esa pequeña Suiza, pasé muchos veranos de infancia y adolescencia, en la casa familiar, viviendo y compartiendo experiencias en una pequeña aldea. Una aldea, alejada de las grandes urbes, donde el entorno todavía permanecía decentemente virgen y donde la ensoñación –sin llegar por aquél entonces a considerarla un arte, como diría Carlos Castaneda-, coqueteaba alegremente con la fantasía. Tiempos de sueños con xanas, de búsquedas de ayalgas o tesoros encantados escondidos por los moros, pero no esos moros históricos, invasores y conquistadores con o sin el beneplácito de un pueblo cansado de los abusos de sus amos visigodos, sino de unos seres fantásticos, que coexistirían en un universo paralelo y que a veces la casualidad quería que se cruzaran en el camino de los cristianos para compensar o castigar su curiosidad; tiempos de montes umbríos, de montañas imponentes y brumosas y de lastimeros aullidos del lobo en la distancia...En definitiva, de un lugar donde cualquier cosa era posible, por increíble que pueda parecer semejante afirmación.
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La abuela Alejandra, era una mujer menuda, pero con carácter. De no haberlo sido, o mejor dicho, de no haberlo tenido, me refiero al carácter, obviamente, no habría podido gobernar, con mano firme pero justa, a la pequeña legión de hijos, tanto propios como ajenos, que tuvo con mi abuelo. Por cuestiones entendibles de álgebra, prefiero dejar a los nietos aparte, pero pueden imaginarse el ejército de pequeños Menendez que todos los años invadía la casa ‘del Mingo’ y por defecto, el lugar, uniéndose a otro ejército autóctono, cuya prioridad prioritaria –la redundancia, no sólo es comprensible, sino también válida, justa y necesaria en este caso-, eran las labores agrícolas; es decir, pura y llanamente, el trabajo. Casualidades de la vida, pues, yo formaba parte, bajo su punto de vista, de la legión de señoritos que acudía todos los años a veranear. Este detalle, ocasionaba ciertas inconveniencias, aunque también es verdad que nunca llegó la sangre al río, ‘políticamente’ hablando, y a la postre tan sólo significaba, en el peor de los casos, muchas horas de soledad. Había, por consiguiente, que matar el tiempo –qué insensatez, pretender eliminar al mayor asesino de la Historia-, de alguna manera.
Parte del dolo relativo a ese dolce far niente, derivaba en que, cuando no me dedicaba a vagabundear por las curvas de ballesta y recónditos senderillos anejos al riachuelo que cantarinamente atravesaba las inmediaciones de la aldea, refrescando carballos y pomaradas –entiéndase, traducido libremente, castaños y manzanos-,me dedicaba a tocar la guitarra –cual cigarra perdonasiestas- en los escalones del hórreo –mi oído era más fino que mi solfeo, y supongo que por eso mi profesor me llamaba ‘señorito español’-, o a sentarme en el porche a escuchar las conversaciones de mi madre y mi abuela, mientras pelaban ‘les pataques’, como allí llamaban a las patatas o desmenuzaban las vainas de guisantes para condimentar los caldos.
Por aquél entonces, no le daba mucha importancia al tema, si bien ya comenzaba a coquetear con un género, ‘el realismo fantástico’, del cual, bien podría decirse, sin exagerar ni faltar a la verdad, que las editoriales Plaza & Janés y Bruguera fueron pioneras, trayendo a este lado del espejo, metafóricamente hablando y bajo el económico formato del libro de bolsillo, temáticas alternativas, que por su contenido –uno de los primeros libros que leí, se titulaba ‘Astronaves en la Prehistoria’, no digo más, salvo que todavía lo conservo en mi biblioteca, junto a clásicos como Dante, Shakespeare, Goethe o Lautréaumont-, bien podría creerse haber sido rescatado de ese País de las Maravillas, donde Carroll situó el fantástico escenario para las aventuras de su amiga Alicia. Entre estas disciplinas alternativas, figura la parapsicología –nombre tremendamente evocador en aquélla época-, y dentro de esta disciplina, naturalmente uno de los apartados más importantes, no era otro que el de las facultades sensoriales. Qué, ¿se habían olvidado de la segunda visión, de la facultad X o del sexto sentido?. Pues ya ven, aunque les cueste creerlo, por aquélla época también –pongamos, que en la parte que me toca, hablo de los años setenta y ochenta-, hasta se hablaba de ‘guerra psíquica’ entre las grandes potencias –permítanme que no las cite, puesto que son los mismos de siempre-, siendo especialmente relevantes y divulgados los experimentos del doctor J.B. Rhine, en universidades de prestigio como Berckley.
No me cupo duda alguna, de que mi abuela Alejandra, como Gustele, la abuela de Jung, tenía ésta facultad de ver más allá de los cinco sentidos conocidos, cuando una mañana –no me pregunten la fecha exacta, pero sí les diré que era agosto y la hora aproximada, el mediodía-, comentó, vanal y tranquilamente:
- Por el alto de las Cruces, va María la del Pinto.
La cuestión, es que durante la comida, nos enteramos de un detalle, que me puso el vello del cuerpo tan tieso como una escarpia: María la del Pinto, había fallecido de madrugada. Entonces, pregunto y que cada uno se conteste a sí mismo, ¿cómo pudo verla caminando al mediodía la abuela Alejandra?.
Vivir en la naturaleza te ofrece, entre otras grandes ventajas, que no muera el sexto sentido. Porque es verdad, si estás en ella, todo es posible.
Cierto, aunque mucha gente no lo comprende. En esa misma época y en ese mismo lugar, me ocurrió algo con un lobo, que contaré en otra historia. El caso es que mi abuela, por éste y por otros muchos episodios, sí que puedo decir que tenía 'otro canal de información' abierto.
Es muy bueno leer historias o que te cuenten historias
La flor y nata de la vida. Las historias, desde el alba de los tiempos, también son un alimento espiritual para los humanos.
Si porque de algun modo siempre dejan enseñanzas
Seguro que sí