‘Yo, que soy el autor de este poema, ando buscando un héroe; es cosa extraordinaria que no pueda encontrarle, cuando casi todos los días se nos presenta uno a quien las gacetas y las plumas sirven de trompetas de la gloria, hasta que al fin el tiempo descubre que tal héroe no es el verdadero’.
[Lord Byron (1)]

Seré sincero: ignoro si Lord Byron estuvo alguna vez en Madrid. Pero si lo hizo, me consta que hubiera sido lo suficientemente honesto, como para reconocer en los madrileños, no ya a un pueblo, sino a una raza con unas características tan especiales, como para poder encontrar, no sólo héroes, como el que andaba buscando al principio de su fascinante obra y que sirve de prólogo para el presente artículo, sino también antihéroes, villanos, felices arrieros de los Caminos –que como a Roma, aquí también conducen todos a Santiago- ganapanes y cortadillos y por supuesto, una legión, si no de demonios, como los que se adueñaron impunemente del cuerpo de la púber niña del exorcista –Peter Blatty, dixit- sí de dignos y sufridos candidatos, acérrimos hooligans del fondo sur de las alcobas de Doña Purísima Seducción.

También me consta, y no obstante me honra suponerlo, que algún conocimiento medianamente acertado tuvo que tener nuestro poético Lord, de esa otra España, heterodoxa, mágica y de espíritu transgresor –que todavía hoy, al cabo de los siglos, se niega a permanecer momificada en las catacumbas del olvido- que también nos define, pues no deja de sorprenderme, y a la vez, procurarme un placentero estremecimiento cada vez que tengo ocasión de releerlo, aquél inolvidable pasaje de las maravillosas peregrinaciones de Childe Harold, en el que el héroe, embarcado en dirección a la patria de Homero –Ítaca, en ti confío y en tus manos me pongo- advierte, al pasar por el estrecho de Calpe, con las ‘siniestras montañas de Mauritania’ como telón de fondo, aquello de: ‘...la pálida luz de Hécate ilumina al mismo tiempo el país que habitan la ibera de negros ojos y la mora de tez de ébano...’ (2).

Sol y sombra somos, pues, y en el interludio entre uno y otra, nos dejamos llevar por el paraguas del romanticismo, bajo cuya tela impermeable se cobijan también las leyendas; porque a fin de cuentas, son éstas, las leyendas, la lírica y la épica del pueblo y en ocasiones, sin perder de vista ese metafórico nido del cuco, sobre el que dicen que alguien voló, son también el burladero que sirve de parapeto a la embestida homicida de ese bravo miura, que es el racionalismo liberado de los hijos de Voltaire, abogando por hacer de ellas parte de nuestras vidas y una cinta amarilla en el roble de nuestra propia idiosincrasia.

Es de ésta manera, yendo a contracorriente para no perder las buenas costumbres, como deseo presentarles este pequeño cobijo artístico y cultual –esto último, es imprescindible no olvidarlo- lejos de los convencionalismos a los que éstos pretenden aferrarse y ver en la figura de Jacobo Gratti, el Caballero de Gracia, no el caballero beato que según dicen se pasó toda la vida arrodillado rogando a Dios en las alturas, sino ese humano Don Juan, muy similar a Raimundo Lulio y si me apuran, hasta al propio Saulo –si tienen alguna duda, pregunten en Tarso- que también vio la luz en ese momento crucial de la vida, en la que el hombre –quiero, pero ya no puedo- va camino de protagonizar el último estadio del acertijo de la Esfinge y sus placeres, más espirituales ya que mundanos, se consuelan –experiencia ya vana- en pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Notas, Referencias y Bibliografía:

(1) Lord Byron: ‘Don Juan’, Colección 100 clásicos universales. J.Pérez del Hoyo, Editor. Madrid, 1970.
(2) Lord Byron: ‘Las peregrinaciones de Childe Harold’, Canto Segundo, Apartado XXII. S.A. de Promociones y Ediciones, Club Internacional del Libro, Madrid, 1983, página 47.