Habrá quien no lo comprenda, pero algunos edificios poseen ese magnetismo tan especial, como para atraer irremisiblemente la atención del viajero, como aquél canto de sirena que según el eminente Homero, atraía a la perdición a los marinos, entre los que cabe destacar, desde luego, el ingenioso Ulises.

A semejanza de él –con o sin ingenio, deberán juzgarlo ustedes- reconozco que me pierde su hierática elegancia, prácticamente incólume a lo largo de los siglos, toda ocasión que abandonando la aburrida autopista que conecta Madrid con Burgos, me desvío voluntariamente por esa antigua carretera comarcal, que atravesando esa zona serrana, siempre estremecida por los gélidos vientos que descienden de las alturas del puerto de Somosierra, llevan al viajero intrépido hacia esa antiquísima frontera del Duero, que no es otra que la provincia de Soria.

A poco más de treinta kilómetros de la califal San Esteban de Gormaz, y dominando desde un cerrillo a una población, Riaza, que la da la espalda, hasta el punto de mantenerla en un ostracismo de arrabal, la iglesia románica de Santa María, es uno de esos poemas hechos piedra, que cautivan el espíritu con sonetos de tradición.

Que fuera originalmente o no una iglesia de templarios, como afirmaba Mario Roso de Luna, aquél intrépido teosofista español nacido en Logrosán, es algo totalmente irrelevante, si tenemos en cuenta que independientemente de quiénes fueran los maestros canteros que la levantaron en el siglo XII, lo hicieron a conciencia, aplicando con un cuidadoso esmero ese lenguaje universal de la Creación, que no es otro que la Geometría Sagrada.

AVISO: Tanto el texto, como las fotografías que lo acompañan, son de mi exclusiva propiedad intelectual.