Calatañazor, Orson Welles y el recuerdo del alegre Fallstaff

in #spanish7 years ago

Si creyera en fantasías, diría que hay lugares afortunados, que por alguna extraña circunstancia, parecen haber sellado un pacto de no agresión con ese formidable contrincante, sobresaliente entre todos los tiranos habidos y por haber, al que, olvidados los viejos convencionalismos del mundo clásico, hemos retirado sus poéticos nombres, para referirnos a Él con ese ambiguo calificativo de Tiempo. Goya, sordo como Beethoven, pero no hasta el punto de no escuchar, como aquél, las sinfonías de su corazón, henchido, pudiera llegar a pensarse, de ese tipo de soberbia sabiduría que bien podría calificarse como del pueblo, por el pueblo y para el pueblo –el axioma constitucional de los primeros padres norteamericanos y la base fundamental de sus dibujos y pinturas-, lo representó fidedignamente con sus pinceles, como el colérico parricida que realmente es: Saturno, el padre perverso que devora sin piedad a sus hijos.
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Resulta paradójico pensar, que si bien con éstos es inflexible, tajante y despiadado, no lo es, en absoluto, con ciertos lugares, que aparentemente olvidados también de la mano de Dios, asisten al paso de Saturno y de sus hijos con la misma parsimonia e indiferencia con la que el verano se despide del otoño, éste se deja llevar por el invierno y el invierno se relaja y marcha al Aquilón cuando llega esa alegre comadre, que es la primavera.
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Calatañazor, es un pueblo perdido en la serranía de una comunidad de Castilla y León, de nombre Soria, de la que se dice, como siempre se ha dicho también de Teruel, que no existe. Pero, evidentemente, es una exageración: si no existiera, lógicamente yo no estaría hablando de ella; Almanzor, el azote de Dios, no hubiera perdido allí su atambor, suerte o buena estrella, muriendo poco tiempo después cuando iba camino de Medinaceli después de arrasar media Rioja y ese enamorado de España que fue el genial actor y director, Orson Welles no hubiera rodado aquí aquélla pequeña obra maestra que, junto con su inmortal Ciudadano Kane –basada en la vida del magnate de los periódicos norteamericanos, Randolph Hearst-, fue aquél torrente de dorada y escogida dramaturgia shakesperiana, que los angloparlantes conocen como Chimes at Midnight y nosotros como Campanadas a Medianoche.
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Ocurrió tal honrosa elección, benefactora y merecedora de un recuerdo especial en el libro de haberes de Soria, en el año 1965. Y un año después, en 1966, la película había ganado ya el Premio Cannes. Imagino que algo tendría que ver en ello –independientemente de las geniales interpretaciones del propio Welles, una joven e interesante Jeanne Moreau y un viridiano galán, Fernando Rey-, un escenario incomparable, que si el propio Orson Welles levantara la cabeza, vería que apenas ha cambiado un ápice desde que él estuviera –aunque es cierto, que actualmente se está procediendo a restaurar parte de la torre del homenaje del castillo y las murallas-, y adoptando otra vez el papel del viejo John Falstaff, diría sorprendido, brindado con vino de la ribera con sus íntimos compañeros de alegre picardía: “¡Voto a bríos, sir Miles! ¡Qué curiosa sensación! ¡Juraría que he estado aquí antes!’.

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