LA ÚLTIMA GOTA DE AGUA. Parte 2 Purgatorio | Cuentos de futuros apocalípticos. 1/6

in #spanish4 years ago

Sé testigo de la destrucción global de un planeta. Conoce en estos diez cuentos al ser humano, maestro indiscutible en el arte de romper las reglas, y sus esfuerzos por absorber hasta la última gota de agua de su entorno con la intención de hacer crecer su empresa. Lee, aprende y prepárate, que pronto él podría invadir tu espacio y arrasar con todo, dejándote en la desolación. ¿Qué camino tomará la humanidad si el agua potable se agota en el planeta?

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Pixabay

LA ÚLTIMA GOTA DE AGUA es una colección de cuentos de futuros apocalípticos y ficción especulativa que publiqué en AMAZON en 2016. Espero los disfrutes.
ISBN-13: 978-1535241380
ISBN-10: 1535241381

¿AMIGO O ENEMIGO?

Selva amazónica, año 2050.

Mientras el desvencijado todoterreno intentaba transitar por un camino deshecho, Deborah Adams se esforzaba por revisar su teléfono satelital. Los baches parecían cráteres. Los surcos creados en la tierra, por culpa de la aridez, eran tan amplios que transformaban aquel sendero en una vía escabrosa.

Lo que en el pasado había sido una selva verde, llena de vida, y con una vegetación tan comprimida que era imposible atravesarla con un vehículo, ahora se mostraba vacía, destruida, cubierta de maleza y muerte. Los pocos árboles que pudieron soportar la sequía conservaban ramas con hojas de un verde casi amarillento, sin frutos ni flores, y los animales que sobrevivieron, lo hicieron devorándose unos a otros. Ya no había un depredador dominante, cualquiera resultaba extremadamente peligroso, incluso, para su propia especie.

Aunque lo peor era toparse con uno de los grupos indígenas que durante siglos habían vivido al margen de la civilización, ocultos en el corazón de la selva. Eran salvajes en todo el alcance de la palabra. No conocían ni la diplomacia ni el humanismo, ya que jamás se habían encontrado con alguien del exterior. Pero ahora, al ser invadido su hábitat, los conflictos no solo eran habituales, sino sangrientos.

A pesar de todos esos inconvenientes, Deborah no pudo evitar sumergirse en las entrañas de la selva junto a una mínima comisión de seguridad. Representaba a los Estados Unidos como agente supervisor en un proyecto de extracción de agua potable, ya que en ese lugar existía una de las últimas reservas del planeta.

—¡Maldita sea! —vociferó cuando el auto atravesó un profundo bache y la hizo saltar hasta pegar la cabeza del techo. El golpazo le produjo un fuerte dolor y provocó que soltara el teléfono, que cayó en el interior del vehículo—. ¡¿Puedes tener más cuidado?! —le gritó al conductor, aun sabiendo que no entendía su inglés.

El chofer, quien además era uno de sus guardaespaldas, comenzó a quejarse por las condiciones del camino en portugués. Deborah resopló ofuscada.

—Señorita, dice que lo lamenta, y… —tradujo el intérprete, que se encontraba en el asiento trasero junto al otro guardaespaldas.

—No le entiendo, pero puedo suponer lo que dice —alegó enfurecida.

La mujer se inclinó para recoger su teléfono. Al hallarlo, el auto dio otro salto brusco. En esa ocasión se golpeó la cabeza en el salpicadero. El dolor le arrancó decenas de maldiciones. Los dos guardaespaldas, aunque no comprendían sus expresiones, rieron divertidos.

—Calma, reserva esos insultos para los garimpeiros. Si es que nos tropezamos con ellos —aconsejó Dylan Quinn, su compañero de trabajo, desde su puesto junto al traductor, al tiempo que intentaba fotografiar la devastada naturaleza que atravesaban y miraba los alrededores con desconfianza.

Los garimpeiros eran buscadores de oro que vivían en condiciones infrahumanas en medio de la selva. Aunque la sequía acababa con la vegetación, el metal dorado permanecía en el interior de la tierra. Ellos aprovechaban los terrenos arrasados para buscar el preciado elemento. Encontrarse con esos sujetos resultaba tan peligroso como con los aborígenes. La única diferencia era que con ellos se podía negociar y llegar a algún acuerdo, o mejor dicho, ser víctima de una extorsión voluntaria.

Deborah se mordió los labios para no quejarse más y lograr revisar el teléfono, que desde hacía varios minutos le había anunciado la llegada de mensajes de texto. Todos eran de su esposo, quien se encontraba en la ciudad de Río de Janeiro, intentando hacerle entender al gobierno local los graves inconvenientes a los que se enfrentarían si llevaban a cabo el proyecto de extracción de agua dulce que las potencias habían acordado.

Por más esfuerzos que se hicieran para reciclar el agua contaminada y desalinizar la del mar, eso no era suficiente para abastecer las necesidades de la humanidad. Las ciudades se amurallaron para evitar las excesivas inmigraciones puesto que, a pesar de las guerras y la hambruna, las metrópolis aumentaban, y los gobiernos no encontraban los medios para alimentarlos a todos. El caos se intensificaba en cada rincón del planeta, sobre todo en esa zona, que contenía en su interior millones de litros del más deseado elemento: el agua.

Esa tierra estaba invadida por ciudadanos de diversas partes del mundo, quienes buscaban las maneras de tomar una tajada de ese tesoro codiciado. Así fuese por la vía violenta.

Pero ese no era el único problema. Los desastres ambientales que se ocasionaban con la extracción sanguinaria del líquido afectaban a la naturaleza de esa región, que ya se encontraba moribunda. Seguir asesinándola aumentaría el efecto invernadero y, con ello, la temperatura en todo el planeta.

Deborah intentaba llamar la atención sobre el hecho, pero nadie la escuchaba. Durante sus estudios de la zona localizó un pozo subterráneo más grande que los anteriores, capaz de contener suficiente agua para varias naciones, ubicado en el interior de una profunda caverna, donde además se encontraba un tesoro milenario muy interesante. No quería notificar el hallazgo hasta lograr que las potencias establecieran un acuerdo para controlar la búsqueda del agua, sin que se siguiera maltratando a la naturaleza. Por eso decidió ir en persona al punto donde se realizaría una de las tantas perforaciones, un campamento avalado por dos países: China y Estados Unidos, en el que estaban reunidos importantes representantes de ambas naciones. Esperaba que mostrando a esos diplomáticos las pruebas del desastre que se avecinaba, entrarían en razón, y la ayudarían a lograr convenios más efectivos.

Al caer una sombra sobre el vehículo desatendió lo que hacía en el teléfono para mirar al cielo. Un pequeño avión no tripulado pasaba sobre sus cabezas, grabándoles.

Apretó el ceño, sabía que la vigilaban, y eso la molestaba. Lo que no podía distinguir era quién lo hacía, si sus aliados, o el resto de las potencias que también reclamaban una participación en esa empresa y estaban dispuestas a lo que fuera con tal de hacer valer su derecho.

La nave siguió su curso, desapareciendo entre la débil vegetación. Deborah dejó el teléfono sobre su regazo y se recogió el cabello en un moño apretado. El calor era insoportable, tanto como la zozobra. Se sentía exhausta.

Una sacudida violenta del auto al volver a pasar sobre otro pronunciado bache la obligó a aferrarse al asiento. Un claro se abrió entre la escuálida selva, y el conductor, por la sorpresa, frenó de manera tan brusca que ella estuvo a punto de estamparse contra el parabrisas.

—¡¿Pero qué demonios…?! —Los labios de Deborah se sellaron al darse cuenta de lo que había ocurrido. Por unos segundos, en el interior del auto hubo silencio. Se habían detenido hasta las respiraciones.

Bajó impactada. Ante sus ojos se extendían kilómetros y kilómetros de terreno deforestado. Salpicados por decenas de cadáveres mutilados.

—Madre de Dios —exclamó, con las pupilas húmedas por el terror. ¿Serían acaso los miembros del campamento al que se dirigía?—. Pero, ¿por qué los drones no avisaron de lo sucedido? —comentó confundida y como para sí misma, sin poder apartar la vista de la masacre.

Dylan se ubicó a su lado y comenzó a fotografiar el hecho. Estuvo a punto de decirle algo al oído pero el joven traductor lo interrumpió.

—Señora, es mejor que continuemos. Sin árboles, somos blanco fácil para cualquiera. —Ella lo observó contrariada, el hombre sonrió con desánimo—. Los asesinos pueden estar en los alrededores. Será mejor que nos vayamos.

Deborah suspiró hondo para llenar el vacío que se había instalado en su alma. No podía dejar de admirar ese triste escenario. Fue el repiqueteo constante de su teléfono, en el interior del auto, lo que la sacó de su mutismo. Se giró para dirigirse hacia él, sabía que era su esposo quien la llamaba, pero se detuvo en seco al ver que una flecha larga caía del cielo y se clavaba a sus pies, a escasos centímetros.

Los guardaespaldas se bajaron del vehículo y dispararon sus escopetas en dirección a los árboles que los rodeaban. Sin embargo, las balas no pudieron detener la lluvia de flechas que venía hacia ellos.

—¡Deborah, corre! —advirtió Dylan, tomándola por el codo para halarla hacia el descampado donde se encontraban los muertos.

—¡No! —Ella se sacudió el agarre del hombre y se dirigió con pasos apresurados hacia el auto. Llegó a él de manera milagrosa. Sacó el maletín donde guardaba la localización de la inmensa reserva de agua y pretendió correr de nuevo hacia Dylan.

No obstante, su huida se interrumpió. La mujer quedó petrificada al ver al joven traductor caer muerto junto a ella. Con la cabeza traspasada por dos flechas.

El corazón le bombeó en la garganta, pero un grito de Dylan la sobresaltó.

—¡Vamos, vamos, vamos! —insistió el hombre, quien se acercó y le arrancó de las manos el maletín, para luego tomarla por el brazo y arrastrarla lejos de ese lugar.

Los guardaespaldas seguían disparando sin control. Al mirar hacia ellos, Dylan observó como a uno se le incrustaba una flecha en el estómago mientras aparecían indígenas en medio de gritos de guerra y con sus hachas en alto.

Apresuró el paso, pero se detuvo al sentir que Deborah caía al suelo. Se giró hacia ella y la vio sacudirse sobre la tierra árida, como si tuviera un ataque de epilepsia. Varios dardos, que seguramente estaban humedecidos con algún veneno, se habían clavado en su espalda. La mujer lo miraba con las pupilas dilatadas por el terror, y con una de sus manos dirigidas hacia él, pidiendo auxilio.

Dylan tuvo la intención de cargarla, pero a su alrededor cayeron no solo flechas, sino también dardos y piedras. Con el corazón comprimido por el miedo y el dolor corrió sin descanso, aferrando a su pecho su cámara de fotos y el maletín de Deborah.

A su espalda tronaban gritos llenos de sufrimiento y de rabia, que eran sofocados por el sonido de las hachas. El espanto que sentía superaba a sus deseos por plasmar en una imagen lo que sucedía: la manera en que sus compañeros estaban siendo desmembrados por aquellos salvajes, y como una nave no tripulada, perteneciente a alguna de las potencias que codiciaba el agua de esa zona, fungía como testigo mudo de esos asesinatos, oculta entre los escuálidos ramajes de los árboles, grabándolo todo.

Para él, a todas luces eso era una guerra. Una pelea a muerte por la sobrevivencia.

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