Madrugada:

Mi cuerpo, consumido por el sueño acumulado de infinitos desvelos; situación incómoda, percepción tranquila. Despierto con gotas de sudor recorriendo mi espalda, un pequeño escalofrío para el reaccionar del alma. La ira desapareció hace tanto, los temores parecen inexistentes, sólo un maltratado cuerpo tratando de recordar en qué instante de la noche logró conciliar el sueño. Se observa con algo de dificultad las figuras que en mi distorsionado techo se remarcan, luz de luna que penetra tímidamente por la ventana, sirve para aclarar mis ideas, nula ante la percepción de mi vista. Y en un suspiro, antes de perder el aura somnolienta que una calurosa madrugada me regala, el aire llega, aire se expulsa, el cuerpo cede y por un instante, de nuevo duerme.

Día:

Atravieso las calurosas calles de mi pueblo. Observo cuerpos andantes, un sinfín de pasos entre el asfalto, sin embargo, el alma no diviso. No distingo tras el espejo lo puro de un denso cuerpo en el depósito de carne que el universo nos dio. Miradas esquivas, con penas de reflejar el vacío que en sus cuerpos yacen, con odio, como si la bondad hubiese desaparecido, alma resignada que abandonó el recipiente, miradas de odio que intentan no reflejar la inexistencia de algo más, miradas tan esquivas que se resienten al contacto y sacan sus fusiles ante la mínima intensión de conectar. Camino en el trayecto de las calles hasta lo que llamo mi hogar. El trecho es largo, mis piernas sienten el desgaste de los pasos, mi cuerpo incluso empieza a requerir descanso, sin embargo, lo eterno del camino son las penas que se van dejando entre los desgastados pasos, incluso la eterna bala que perfora mi inocencia y activa mis temores. Calles de miradas esquivas, de cuerpos vacíos, de almas fugadas; y a pesar de todo, temo que en uno de esos pasos, apunten los rifles hacia mi camino y mi corazón retenga la bala. Temo, temo abandonar el infierno que existe en la tierra, irónicos deseos, mantener un cuerpo que se desintegra, carne que se pudre, abismos eternos en cada respiración, convencido de la eternidad del universo, sigo temiendo por dejar un pronto adiós. El cielo prometido para mi alma quiere ser retrasado por mi cuerpo acostumbrado a la tierra. Calles, aunque el sol siga emitiendo sus ráfagas iluminadas, el suministro eléctrico escasea, los rostros decaen, los cuerpos desesperan. Observo desde la azotea de un par de edificaciones cómo personas miran hacia el suelo con la tentativa de caer. Atravieso los caminos de este viejo pueblo, y recorro nada más que una maqueta. Todo estructurado, todo en su lugar, las paredes siguen siendo blancas, las escuelas cerradas pero la arquitectura intacta; sin embargo, la esencia de su gente y la nobleza de sus cielos, recaen como nada más que un distante recuerdo.

Noche:

Vivo entre la oscuridad de una casa abandonada. Siguen aquí presos los fantasmas de algunas historias sin culminar. Preso en esta pequeña ciudad de paredes blancas y eterna oscuridad, abandonada por sus habitantes que entre la noche recorren nuevas calles en busca de esa luz que el suministro eléctrico es incapaz de dar. Pienso tal vez, buscan encender alguna llama en sus corazones mientras se rompe el asfalto y se recuerdan viejos amores.

Yo sin embargo, en mi reclusión, postro mi cuerpo sobre una destendida cama, le arropo con un par de sueños, suspiro. Cierro mis ojos, la oscuridad es absoluta con ellos abiertos; al cerrarlos, se dibuja una silueta iluminada de mi eterna amada. Sin recorrer mis sueños y zapatear las calles, encuentro mi luz en el callar de la mirada.