El enigma de Baphomet (98)

in #spanish7 years ago

—Sigamos leyendo:_
“Habían obligado a mantenerse en silencio absoluto, bajo juramento, a todos los templarios que participaron en la batalla de las Navas de Tolosa y en la escolta del rey de Castilla Alfonso VIII hasta Ponferrada portando el gran tesoro arrebatado a los Almohades capitaneados por Mojamed-Al-Nasir (Miramamolín). Después de la batalla...” * (Nota)

—Sigamos leyendo:_
“Habían obligado a mantenerse en silencio absoluto, bajo juramento, a todos los templarios que participaron en la batalla de las Navas de Tolosa y en la escolta del rey de Castilla Alfonso VIII hasta Ponferrada portando el gran tesoro arrebatado a los Almohades capitaneados por Mojamed-Al-Nasir (Miramamolín). Después de la batalla...”

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Aquella tarde calurosa de verano había sido larga, pero ya quedaba poca luz para seguir leyendo. Estábamos tan embelesados con los relatos tan antiguos de los pergaminos que preparamos un hacha_ **(Nota)para seguir leyendo cuando anocheciera totalmente:
“El día siguiente, se presentaba una mañana gélida con una cuarta de nieve en las praderas. Como el invierno estaba siendo muy duro, el mismo Rey Alfonso IX de León, que presidiría el juicio, había decidido celebrarlo en el scriptorium del monasterio de San Pedro, por ser la sala más cálida. Esta decisión contrariaba al Temple. El Maestre Petrum Albitum torció el hocico porque no le gustó nada. No había argumento convincente que justificara celebrar el juicio en el scriptorium del monasterio de San Pedro. Los templarios también tenían chimenea, sin embargo el rey fue tenaz en su actitud resolutiva y no cedió ante las explicaciones del Maestre Petrum Albitum
El Maestre del Temple hubiera preferido la sala capitular del castillo...” ***(Nota)
—Aquí dice que los jueces dieron la razón a los benedictinos...—exclamó Gelvira asombrada.
—Claro. Sigue leyendo
—Los templarios de esta época eran unos sanguinarios. Dice que seis pobres frailes benedictinos salieron al monte de Compludo a recoger leña; y veintidós templarios los acorralaron y los mataron cruelmente vengándose por haber perdido el juicio.
—Pero también dice que el Abad de los benedictinos fue a hablar con el Maestre de Ponferrada, quien no podía creer que los criminales hubieran sido los 22 templarios que habían salido hacia Tierra Santa. Y el Temple los reconoció como los “Seis mártires de Compludo”.
Dijo Gelvira:
—Entonces, esos legajos tienen que estar en los archivos de Avignon, en la Santa Sede, y tienen que figurar como “El proceso de canonización de los seis benedictinos mártires del valle de Compludo”.
Los templarios fueron unos desalmados, unos bestias. Si el juicio no les salía bien, lo resolvían a golpe de espada y mataban al que se les pusiera por delante.
Yo me entristecía y le replicaba:
—Mataban y morían. Empezaron nueve frailes pobres en el Templo de Salomón en 1118; y en un siglo ya habían matado como buenos soldados a miles y miles de enemigos de la Cruz de Jesucristo. Y también hay recuentos que hablan de más de diez mil templarios muertos en combate hasta la época en que se celebró este juicio en 1218 y hasta hoy más de veinte mil templarios muertos en todos los frentes de combate. Y los últimos dos años, en la hoguera y ejecutados como perros. Yo creo que la confusión que causó el retablo,

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la pintura que los benedictinos regalaron al Temple —a pesar de tenerlo prohibido—, no fue casual sino urdida por el Abad como venganza por la muerte de los seis pobres benedictinos, y así poder acusarlos de adorar a un dios pagano en vez de a Cristo Crucificado. Pero esto no lo podremos demostrar si no conseguimos todos los pergaminos originales.
Gelvira, acurrucada en mi regazo, temblando, me decía:
—¡Qué barbaridad! Si esto fuera ficción... Pero siendo historia como es, lo que estamos leyendo, se me ponen los pelos como escarpias y la carne de gallina.
Nos quedamos los dos pensativos en silencio hasta que yo cogí el siguiente pergamino.



  • (Nota)

Año 1218.
“Habían obligado a mantenerse en silencio absoluto, bajo juramento, a todos los templarios que participaron en la batalla de las Navas de Tolosa y en la escolta del rey de Castilla Alfonso VIII hasta Ponferrada portando el gran tesoro arrebatado a los Almohades capitaneados por Mojamed-Al-Nasir (Miramamolín).
Después de la batalla, Miramamolín se retiró diezmado en sus ejércitos. Y los caballeros del Temple, entre los que se encontraba Benavides, tomaron como botín todo su tesoro.
El rey de Castilla tenía que pagar al Temple la mitad del mismo tesoro, botín de la guerra, según había pactado con el Gran Maestre de París, Guillaume de Chartres, pero Alfonso VIII de Castilla exigió que la entrega tenía que hacerla él personalmente al Gran Maestre. Para llevarlo, el Gran Maestre con el que se había pactado el precio, tenía que encontrarse con el Rey Alfonso VIII de Castilla en un castillo seguro, y decidieron que fuera en el castillo de Ponferrada, dentro del camino de Santiago.
Hasta allí, hasta Ponferrada llevaron las arcas de oro y hasta Ponferrada llegó Guillaume de Chartres de incógnito, viniendo de Francia camuflado como si fuera un peregrino, porque no podía enterarse el rey de León, Alfonso IX de León, ya que los tratos se estaban haciendo en territorios de su reino de León.
Los templarios esgrimían que ellos no dependían de ningún rey sino sólo del Papa y que podían, por tanto, hacer los tratos que les diera la gana en cualquier lugar del mundo sin pedir permiso a ningún monarca.. Pero el Rey de Castilla, Alfonso VIII, no quería enconar las relaciones ya deterioradas con el rey de León, Alfonso IX. A éste le llegaron noticias de lo ocurrido y prometió venganza por no haber recibido nada de aquel oro arrebatado al moro Miramamolín, y haberse hecho los tratos a sus espaldas y en territorios de su reino como era el Castillo del Temple de Ponferrada.
Aquel gran tesoro se depositó en un castillo de Occitania e incrementó blemente las riquezas del Temple en todo el mundo, a pesar de lo cual a Benavides le exigieron que cumpliera sus votos como buen soldado de Cristo y se humillara y obedeciera a sus superiores bajo voto de obediencia y siguiera durmiendo en un jergón de paja sobre una tabla recordándole también su voto de pobreza.



**(Nota)
Del latín fascŭla, cruce de facŭla, pequeña antorcha, y fascis, haz


***(Nota)
Año 1218.
“El día siguiente, se presentaba una mañana gélida con una cuarta de nieve en las praderas. Como el invierno estaba siendo muy duro, el mismo Rey Alfonso IX de León, que presidiría el juicio, había decidido celebrarlo en el scriptorium del monasterio de San Pedro, por ser la sala más cálida. Esta decisión contrariaba al Temple. El Maestre Petrum Albitum torció el hocico porque no le gustó nada. No había argumento convincente que justificara celebrar el juicio en el scriptorium del monasterio de San Pedro. Los templarios también tenían chimenea, sin embargo, el rey fue tenaz en su actitud resolutiva y no cedió ante las explicaciones del Maestre Petrum Albitum.
El Maestre del Temple hubiera preferido la sala capitular del castillo. Al final se vio en el brete de elegir entre celebrar el juicio en el monasterio de San Pedro o renunciar al objeto del litigio. Así se lo planteó el monarca.
El Abad de San Pedro llamado Nuño Meléndez había recomendado prudencia a su defensor magno, que no era fraile sino militar gallego, con muchos conocimientos de leyes y fueros, con fama de ligero en el desenvaine y de comenzar los tratos o discusiones con una leve señal de su espada en el hombro del adversario, rubicundo, bravucón, melenas doradas y con unas cejas tan pobladas que podrían cobijar a un rebaño de ovejas. Se llamaba Rodrigo Fernández de Caldelas, quien antes de entrar en la sala había dicho en un corrillo:
“No será necesario desenvainar la espada porque la razón está de nuestro lado. Está clarísimo que el valle es del monasterio benedictino como prueba la escritura más antigua del rey Ordoño II”.
Una vez comenzado, mirando a la presidencia con aspecto desafiante instó a los jueces a que leyeran: “...este pergamino en presencia del Rey Alfonso IX que preside el juicio”.
Reverenció al monarca mientras éste miraba al suelo. “Demando todo el valle del río Oza —clamaba—; y el mismo monarca puede testificar que es nuestro, ya que es el sello fidedigno de Ordoño II, el que rubrica la confirmación de que el valle nos pertenece, y si Dios nos pone a prueba y consiente injusticia, yo mismo, defensor, Rodrigo Fernández de Caldelas, reuniré a los ejércitos de Galicia y así imperará la justicia, pues no podéis dar a nadie, rey Alfonso IX , lo que otro Rey, anterior a Vos, nos había dado: el Rey Ordoño II; y por lo tanto, todos los reyes posteriores han de acatar sus mandatos. Aquí os presento los pergaminos auténticos, examinadlos y haced justicia”. Y puso encima de la mesa, con las dos manos y mucha reverencia, la escritura de 1015, del rey Ordoño II.
La contundencia fue tal, que al rey se le ladeó la corona, y al componerla se cruzó la mirada dura con el presidente de la mesa: el juez más anciano. Sólo dos toses roncas rompieron el silencio.
Los jueces , al unísono, sintieron un atasco viendo en el tenso cruce de miradas que Nuño, Abad de San Pedro, tenía razón, pero el Rey, disimulando, no había podido ocultar su predilección por los templarios, más ricos y poderosos. Más tarde se sabría que les adeudaba una suma tan grande que ni con la mitad de su reino podría saldarla.
Después del forcejeo en las deliberaciones a puerta cerrada, solos los jueces, salió el veredicto, y el fraile amanuense se aprestó a caligrafiarlo con denuedo al tiempo que el fraile más viejo leía solemnemente la sentencia: “¡El Valle pertenece al Monasterio de San Pedro!”.
El Abad Nuño, ganador del pleito, temió por su vida aunque, de momento, todo se estaba dilucidando sólo entre terroríficas miradas, pero sabía que aquellos caballeros templarios, acostumbrados a cortar cabezas en el campo de batalla, venidos recientemente de la tierra donde creció el mismo Jesucristo, no tendrían reparos en decapitarlo por haberles ganado el pleito, por lo que suspendió sus paseos en el monte rezando salmos. Se había construido su propia prisión pues, por los caminos cercanos, en la ladera del monte, observaba, desde el ventanuco de su celda, jinetes de capa blanca con la cruz roja templaria bordada en el pecho y las espadas en ristre, amenazantes. ¡No podría volver a salir del monasterio! —pensaba.
Una mañana en la que seis monjes benedictinos salieron con la carreta a recoger leña, que tenían cortada en el quiñón del monte desde el verano anterior, ondeaban, como si fueran pendones, capas blancas al galope; y los frailes ya no volvieron al monasterio. El abad Nuño salió a buscarlos y los halló colgados en el hayedo con los ojos salidos de sus órbitas y sus hábitos negruzcos hechos harapos, las lenguas negras y embadurnados con sus mismos excrementos. ¡Pobre Fray Joaquín, que había dado toda su herencia a los ciegos y no hacía otra cosa sino trabajar y orar a Dios en el coro! Y el hermano lego Didaco, cuya única culpa era mantener las gallinas en la granja del monasterio y cultivar la huerta.¡Un alma de Dios cruelmente asesinada!
Con el pillaje que en aquellos días aumentaba debido a la cercanía del camino de Santiago, pues entre los peregrinos se mezclaban criminales de todo el mundo, de nada le valdría acusar a los templarios . Cualquier enemigo de la Iglesia podría haber cometido los crímenes. “¡Sabe Dios quién pudo haber sido!” —comentaban los mejor intencionados.
Durante varios días, el Abad no podía conciliar el sueño y un remordimiento cada vez más agrio corroía su conciencia. En su interior se sentía culpable: algo, indirectamente, había colaborado en los crímenes “¡La vida de sus hermanos era más valiosa que cincuenta valles!” “No ha merecido la pena ganar el juicios” —se decía a sí mismo—; y decidió ir a ajustar cuentas a Ponferrada con el mismo Maestre Petrum Albitum quien no podía dar crédito a las quejas, pues no constaba entre los cometidos del Temple perpetrar esos crímenes horrendos. No obstante, el Maestre Petrum, en sus adentros, quedó dudando, ya que diez caballeros armados, diez escuderos y dos priores comendadores acababan de partir hacia Tierra Santa la misma mañana de los crímenes: eran los caballeros que se habían mostrado más indignados por haber perdido.
El Abad del monasterio entrevió, en la compostura del Maestre templario, sinceridad en sus ojos, por lo que volvió a dudar y nunca llegó a saber quién había sido el autor de aquellos crímenes. El Abad hizo llegar a Roma las vidas ejemplares de los seis frailes y la muerte absurda a causa de la sencillez y humildad de su trabajo, según había ordenado el fundador de la Orden, San Benito, con su máxima revolucionaria “Ora et labora”. Pero alguien poderoso en Roma paró el proceso. No se quería revolver sobre los autores de los asesinatos y los llamados seis mártires de Compludo quedaron sin subir a los altares como santos cuando murió el Abad y ya no siguió nadie insistiendo en canonizarlos”.

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