El enigma de Baphomet (239)
La señora, que tenía más conocimiento de la vida que el joven director, se sonreía durante todo el tiempo, sobre todo cuando yo respondía a las preguntas del interrogatorio. Ella no apartó su dedo índice cruzándole la cara con el pulgar en ángulo recto mientras yo notaba que me observaba sin pestañear siquiera. Por la manera de sonreír continuamente, yo comprendía que le estaba cayendo bien y las esperanzas cada vez se hacían más realidades. Así fue: accedieron y concluyeron que no hacía falta que trabajara gratis, que me pagarían al final de cada semana a razón de veinte francos al día. La habitación que iba a ocupar no sería la de su mismo piso, sino la ubicada al lado de la “concierge”, madame Denisse, bajando tres escalones del portal, en un semisótano. Esa habitación la ocupaba durante el curso una señorita, secretaria y relaciones públicas encargada de la propaganda de la empresa.
Empecé a intuir que era una empresa importante, porque la primera semana vino a conocerme y a pagarme Monsieur Thierry, hijo de Madame Racine, con un coche que yo nunca había visto, un Jaguar blanco por dentro y verde por fuera, como el acertijo,
para ir a un almacén de pintura cerca de Versalles a comprar los pinceles, rodillos, esponjas, pinturas, (fue la primera vez que vi un teléfono en un coche) y un detergente que era como lejía por el olor tan fuerte que casi no podía resistir. La habitación me pareció estupenda. Cuando me encontré solo en una clase —además era externado de niños difíciles de bachillerato— grité, y el eco se extendió por todo el colegio. Daba algo de miedo.
Empecé por los techos. El primer día no hice más que limpiar suciedad acumulada durante años. Empecé por el portal que daba acceso a la secretaría del centro directamente. Estaba en lo alto de la escalera cuando salió Denisse con un cubo, trapos y botes de limpieza.
—¡Bonjour, madame! —saludé a Denisse la primera vez que la veía salir a la calle.
—¡Bonjour, monsieur! —me sonrió con ternura de abuela.
Se disponía a limpiar los intersticios de la media hoja que siempre permanecía cerrada donde la suciedad de todo el año se fundía con la puerta y con el marco. Intentaba deslizar el pestillo que la anclaba al suelo y no podía. Probó de nuevo con una bayeta para no hacerse daño en la mano al tirar fuertemente.