El enigma de Baphomet (226)

in #spanish6 years ago

Captura de pantalla 2018-10-16 a las 16.41.45.pngA pesar de lo ridículo que resultó todo, Clara veía por mis ojos. Yo no me explico cómo no me mandaba a freír espárragos. Por el contrario, me disculpaba todo. Parece que estoy viendo todavía su cabeza ladeada tratando de escudriñar en mí, con su mirada inmensa, algo que no llegaba a explicarse. Me embelesaba su mejilla metida en el hombro izquierdo, con el codo apoyado en la mesa, y sobre los antebrazos, rebosantes sus pechos, que me sacaban de mis casillas. Vaya estampa más denigrante, la mía, claro, como una hiena delante de un cordero. Por momentos llegué a convencerme, haciendo un alarde de sinceridad conmigo mismo, de que no la quería, de que lo único que quería era acostarme con ella, y me aturdía desconcertado cuando me excitaba yo solo pensando en ella. Creía enloquecer y no entendía cómo era tan cobarde. No era exactamente cobardía lo que me inundaba, aquello era una tragedia en la que me encontraba constantemente atascado. Como entre compañeros, profesores y familiares tenía fama de chico inteligente, ya desde los más tiernos años infantiles, durante la E.G.B, se cruzaban los dos sentimientos que se repelían o echaban chispas. Por eso, más de una vez me sorprendí dando voces, yo solo, con palabras y frases inconexas.
Un día subí al monte donde habíamos quemado los pergaminos —ya dije antes que eso había sido otra historia—. La quema del pergamino de Arias Didaz fue un engaño en el que no voy a entretenerme ahora: vivencias nuestras de aquellos años en los que el candor de Clara era transparente y primoroso, y, por el contrario, yo ya estaba escaldado al haberme escandalizado con el comportamiento de algunos profesores del instituto.
Ya no recuerdo con exactitud cuánto tiempo había transcurrido, pero, desde luego, habían pasado varios meses después del supuesto desastre que había dejado a Clara desolada. Todavía quedaban restos de palos carbonizados en lo que había sido la candela del sacrificio; y allí forcé tanto la voz, que me quedé ronco como Martín gritándole a Rechivaldo. Cuando bajaba me sacudió un lloriqueo tembloroso que me hizo pensar si no estaría poniéndome enfermo de los nervios.

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