El enigma de Baphomet (183)

in #spanish6 years ago

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Me sorprendió que Roderico hiciera tantos progresos en la escritura. No es que no supiera escribir, sino que le habían salido telarañas en los dedos de no utilizarlos.
Los frailes, cuando se aborregan, se convierten casi en analfabetos haciendo prosperar su intelecto únicamente los que siguen leyendo y escribiendo. A pesar de que ya se expresaba perfectamente por escrito, yo deseaba volver a hablar con él de palabra. No hacía falta que siguiera escribiendo; sólo que me contara todo el resto que quería contarme. Volvía todos los días a la tapia y Roderico no acudía. Entrando ya el frío verdadero, que ni el fuego evitaba que se me helaran las cejas, pasé unos días esperando para cambiar impresiones orales y dejar a un lado los escritos, días que se me hicieron eternos. Cualquier noticia, cualquier detalle podía ser vital para mi subsistencia.
Y Roderico no salía del monasterio.
Hasta que un día, me encontré con otro puchero de sopas calientes y otro envoltorio que contenía los siguientes pergaminos:
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(Fragmento de pergamino de Martín. La caligrafía de Roderico es de trazado más irregular y anárquico, sobre todo la del primer pergamino)

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“... sol nome de Rodericus...”
¡Vaya desorden en el escrito que te he lanzado!
También tengo que pedirte perdón por mi torpeza en la escritura. Espero que en adelante ya sea más fácil de leer y por lo tanto más inteligible. Pero bueno, lo escrito escrito está, de manera que voy a seguir informándote:
La sacristía, como sabes, alberga la mesa del centro con varios sillones rodeándola. Sobre las paredes laterales a modo de zócalos: las arcas con cajones donde se guardan las casullas, las albas, los amitos y los cíngulos;

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y grandes espejos que han instalado después de tu ausencia del monasterio —el Abad nos ha dicho que lo inventó el anterior obispo de Astorga, pero es grande su ignorancia pues los templarios viejos siempre decían que los espejos ya los utilizaban los egipcios—, para verse en ellos todo el cuerpo al revestirse los oficiantes antes de las ceremonias de la Iglesia.
Alternando con las arcas, tenemos los armarios, que aquí los llamamos “las alhajas”, donde están colgadas las capas pluviales, las dalmáticas y las tulicelas. Te describo la sacristía porque tiene su importancia: el Abad anterior introdujo la costumbre, para él sólo y para los abades posteriores, de recibir el sacramento de la penitencia en la sacristía donde nadie pudiera oír sus confesiones, pues sólo tiene una puerta y la luz de la linterna en la cúpula, y así mandó a los legos colocar, entre alhaja y alhaja, el confesonario mejor labrado en madera de nogal con tallas que representan escenas bíblicas, y, además, tiene una almohada mullida en el asiento.
Cada primer viernes de mes viene a confesarlo el canónigo penitenciario de Astorga y se pasan mucho tiempo encerrados en la sacristía porque desconfía de que alguien pueda escuchar sus pecados en las confesiones. Todavía cometo el error de repetir algunas cosas y me percato cuando releo. A ver si es verdad que fray Esteban fabrica el ungüento que dice ya tenerlo a punto, y que sólo le faltan las últimas pruebas, para borrar la tinta de los errores que se cometan en los pergaminos, y así, cuando se cometa un error será una delicia el poder borrarlo y escribir encima. De momento habrá que poner más atención y no entusiasmarse con lo que se va escribiendo, sino ir pensando el orden despacio.
Como te decía en el primer escrito que te he mandado, comprobé que no me rondaba la muerte pues no encontré en mi vida cotidiana ningún número cincuenta y ocho.

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Así que estaba seguro de que todo me saldría a pedir de boca.
En la sacristía se reunían todos los días. Unas veces, parloteaba el Abad con el Obispo de Astorga; otras veces, el Obispo con su canónigo Deán se intercambiaban secretos aprovechando la ausencia del Abad mientras llegaba y permanecían ellos solos esperándolo; otras veces, el Abad con el Rey Fernando IV. El Rey daba pena porque lo envolvían a su antojo, aunque es terco y al final consiguió lo que quería, y así los cuatro, el Rey, el Abad, el Obispo y el Deán, unas veces con unos y otras veces con otros, yo les escuché todas las conversaciones.
Naturalmente, perdí algunos detalles, sobre todo cuando el Rey tosía, o cuando se movían o cuando comían, porque siempre tenían encima de la mesa bandejas con comidas exquisitas, pero sobre todo desde el confesonario les oí casi todo, tan cómodamente sentado, oculto detrás de las puertecitas de celosía y cortinillas moradas.
Yo, la mañana que llevaron al niño, como el Abad a mí no me decía nada, creí que se lo habrían devuelto a su madre. Pero se ve que tenían otros planes.
La primera conversación del Abad con el Obispo la recuerdo casi entera porque, además de empezar hablando de mí, de Petrus Porterus, me impresionó profundamente porque no podía esperarme algo semejante después de entregarle el niño al Abad:
—El día que Petrus Porterus —decía el Abad— encontró al niño en el gallinero, me lo trajo inmediatamente a la celda y calmamos su llanto con una chupeta de trapo embadurnado con miel.
Lo interrumpió el Obispo:

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Querido @jgcastrillo19, encantada de leer tu historia, espero con ansias el siguiente capitulo. Que dios te cuide y llene de salud.

Saludos...

Mi intención es publicar toda la novela "El enigma de Baphomet"

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