El enigma de Baphomet (165) Martín sube a la tapia

in #spanish7 years ago (edited)

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Estos últimos días los he pasado yendo y viniendo al monasterio. En varias ocasiones he tenido que ocultarme, sobre todo en el último trecho, pues la entrada y salida de campesinos, unas veces solos y otras acompañados de sus mujeres, e incluso con niños, todos ellos andando con fardos en la cabeza o en las espaldas, o bien en carretas, y también de gentes principales montadas en sus carruajes ocultando la mitad de la cara entre cortinas de seda con doradas borlas oscilantes, me hacía temer que alguien, al verme desgreñado y harapiento, aun sin intención de denunciarme, preguntara solamente a ver qué podría hacer yo merodeando por las inmediaciones del convento.
Me encaramé a lo alto de la tapia y permanecí, pacientemente sentado, entre dos zarzales gigantesca y caóticamente crecidos a ambos lados.

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Al gatear entre ellos por la cumbrera para elegir el sitio más cómodo, donde hubiera una piedra saliente que hiciera de estribo y reposo de mis pies —preveía una larga espera—, me arañé el dorso de las manos, la cabeza y la oreja derecha con las espinas tan molestas. Eché en falta un gorro y unos guantes. Del arañazo de la mano no cesaba de gotear sangre. Al cabo de un rato, en el que mantuve el picotazo más hondo cerrado con los dientes, se fue coagulando. Aunque seguía doliéndome, dejó de sangrar del todo.

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Entró en el recinto otro carruaje tirado por dos jacas imponentes, con campanitas en vez de borlas. De niño, en Castrillo de las Piedras, medía la riqueza de las gentes por la cantidad de borlas en los atuendos o en las cortinas de sus carruajes. Mi madre nunca quiso coser borlas en el borde de mi gorro ni en la pechera de mi jubón. Decía que un campesino pintaba mal con aquellos adornos, algo que me hubiera hecho dichoso. El de las campanitas debía de ser alguien de la corte, o un ricohombre por lo menos. El tintineo sonaba a música suavísima de coros celestiales para arrullar el sueño por los caminos.
Pasé horas y horas esperando por ver si Roderico seguía de portero.
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(Una puerta del monasterio tal y como se encuentra hoy, donde podía estar Roderico de portero)

Ayer por la mañana, no cejé en mi empeño de ver a Roderico y volví a la tapia con la daga bien afilada para cortar, de un tajo, los sarmientos de zarzas que me molestaban. Volvió el mismo carruaje. Esta vez, además de los señores y el cochero, venían con ellos dos pajes que descargaron un baúl y lo metieron al monasterio.
En un momento de descuido, ya vi un fraile fuera limpiando los excrementos de los animales con un paletón y un escobajo, pero, agachado de espaldas como estaba, no le vi la cara. Salió el mismo fraile a cerrar las puertas, tapado hasta los topes con la capucha puesta por el frío que hacía cuando marcharon los señores: tampoco tuve suerte. No obstante, aquella figura no parecía el tipo de Roderico. ¿Le habrían cambiado el destino? ¿Quizá estaría enfermo? Puede haber pasado de todo en tanto tiempo.
Por las tardes no hay movimiento y está todo cerrado y en silencio, asi es que he empleado el tiempo en revocar la pared, por dentro, con lama fina y con barro, teniendo que subir innumerables veces a la Atalaya, pues, aparte de la cesta que tejí yo mismo, el único recipiente que tengo es una escudilla que encontré en el camino, rota por un lado. Pero terminé la obra y arreglé el techo dejando, en la parte trasera más alta, un agujero en forma de tubo y de campana por el que se dirige el humo hasta detrás de las rocas aunque sople el viento. Por fuera y encima del barro del techo lo forré con las hojas más grandes que he buscado, húmedas y ya casi secas, colocadas como si fueran escamas de culebra. Culminé orgulloso mi trabajo de maestro cubriéndolas con palos finos, más urces y las piedras más planas que saqué del río, porque las que había colocado no eran suficientes. Cuando di por terminado mi castillo, lo contemplé un rato y encendí la hoguera dentro para comprobar si funcionaba todo. Me vi satisfecho, porque al cabo de unas horas estaba como un horno y tuve que esperar a que se fuera apagando. El barro comenzaba a secarse y se agrietaba, pero no se caía porque lo había incrustado bien entre los palos. Todo un palacio me parecía, con agua corriente y gloria. Sólo me faltaba un asiento con agujero, encima del arroyo, que hiciera de retrete, como en el monasterio de San Pedro. Por la noche no aguantaba el calor y tuve que desnudarme.

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Aproveché la coyuntura para lavarme el cuerpo y quedar cómodo y relajado como un maestre en sábado. La noche estaba encapotada y había subido algo la temperatura de fuera, a la intemperie; pero la choza se fue enfriando y tuve que vestirme cuando ya se apagó el rescoldo. En lo sucesivo tendría que calcular la intensidad del fuego para mantenerla templada.
Dormí de una sentada.

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