El enigma de Baphomet (155)Los templarios Martín y Rechivaldo se despiden.

in #spanish6 years ago

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La catedral de Santa María carecía de scriptorium, a diferencia de los monasterios y algunos castillos, donde los copistas se pasaban todo el día escribiendo y copiando pergaminos.
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(Sobre la catedral antigua de Santa María, se construyó posteriormente esta catedral y recientemente el palacio del genial Antonio Gaudí)

El examen que pasó Rechivaldo para acceder al puesto tan solicitado de Chantre, tercera dignidad eclesiástica de la diócesis de Astorga, no sólo consistió en demostrar sus dotes musicales sino conocimientos teóricos de los libros de Franco de Colonia. Tuvo que estudiar la Vulgata, los libros de Tomás de Aquino, además de conocer el oficio de curtidor de pergaminos de cordero y calígrafo para rotularlos con las notas musicales en tetragramas. Lo que más le costó —me decía—, fue estudiar el Ars Cantus Mensurabilis. Estaba transcribiendo las notas musicales en pergaminos enteros. Cada piel de cordero era una página con las notas grandes para que pudieran leer incluso los cortos de vista en el coro. Así, en un solo libro podían leer y cantar todos los canónigos. Al ver los pergaminos, las plumas y las tintas encima de una mesa le pedí un favor encarecidamente: que me vendiera pergaminos para escribir estos relatos y así que algún día pudiera leerlos mi hijo, ya que lo más seguro era que no podría conocerlo en persona. Tendría que acabar huyendo si quería seguir sobreviviendo. Cuando lo tuviera escrito se lo llevaría a Roderico para que lo guardara en la biblioteca del monasterio y, cuando el niño fuera mayor, le dijera dónde se encontraba.
Permanecimos en la sala un buen rato, serenos, hablando poco mientras, sobre una mesa nueva de nogal centenario, pues la tabla era de una sola pieza, cortábamos los pergaminos en hojas de cuarta y media de largo por una de ancho.
Subió al desván y sacó una alforja con departamentos cosidos, que había usado él para llevar muchas cosas que no se mezclaran. “Te será muy útil” —me dijo.
Desde la ventana se veía la tierra y las piedras de color oro viejo

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como las monedas más valiosas del tesoro del Temple con la efigie de César Augusto: los áureos romanos, con los que se habían comprado y vendido tantos prisioneros de las guerras pasadas. Se me agolpaban las asociaciones y recuerdos: el color de mi caballo muerto, las piedras auríferas de Khor Virap, el sol reflejado en el cuerno de Constantinopla y los atardeceres del Teleno.

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Le prometí volver a verlo cuando la belleza del monte y su silencio me atormentaran. “Cualquier domingo, a la hora sexta del canto de los salmos en los conventos —me dijo—, cuando la tarde es intensa, y nadie pasea por los campos”; —como aquella misma tarde en que, por momentos, se me había serenado la cabeza después de tantos pesares, al contemplar la sucesión de colores cálidos de las murias y las tierras labradas contrastando con el azul limpio y denso, salpicado en el cielo por grumos de nubes que parecían blancos vellones aislados.
Por la ladera, pasaron corriendo un zorro y una zorra muy veloces y se alejaron cruzando el río por el tronco de un árbol caído y se perdieron, a lo lejos, entre la espesura de un bosque de robles.
Me preguntó Rechivaldo:
—¿Dónde vas a pasar la noche? Nuestra cabaña está derrumbada. Fui a verla un día como si se tratara solamente de un paseo solitario por las montañas, para recordar nuestra fuga.
—Ya la he visto y he dormido en ella. Tendré que reconstruirla y acomodar otras cabañas desperdigadas para no pasar mucho tiempo en el mismo sitio. ¡Adiós Rechivaldo! Cuando pase algún tiempo y vea que mi hijo puede venir conmigo, volveré al monte Ararat donde las aguas cubrieron las montañas durante el diluvio universal y cultivaré una huerta para seguir viviendo, si antes no me han comido los lobos hambrientos del invierno. En el valle de Armenia entre el monte sagrado y el monasterio, no me molestará nadie y podré vivir tranquilo, y el niño crecerá con otras gentes y con otra lengua, pero se contagiará del candor y la bondad de aquellos campesinos. Ahora prefiero no torturarme pensando en el futuro lejano, sino llegar a la próxima primavera para seguir luchando conmigo mismo.
Nos despedimos con un abrazo y, mientras yo colocaba la alforja delante de la silla y montaba a Blanco, Rechivaldo se quedó muy compungido mirándonos.

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Buen post , me encanto

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