El enigma de Baphomet (131)

in #spanish7 years ago (edited)

Se relajaron al pensar que me habían impresionado con tantos títulos, y yo no hice nada por desmentirlo.
El cochero les dijo que tenían que cambiar las tartanas. Para llevar a Gabriela a Toledo con uno de los dos curas necesitaría la de tres caballos; y para el otro cura, le dejarían la del percherón pesado. Pero yo le dije que no, acariciando la daga. Los curas se quedaron de piedra mirándome absortos. El cochero miraba temeroso a unos y a otros sin moverse. Yo les dije:
—Para transportar a tres mozas salmantinas necesitaremos la tartana grande.
Entendieron a la primera sin más explicaciones.
Así, se despidieron y se fueron a Toledo don Ginés, Gabriela y el cochero en la tartana pequeña. Yo me quedé con Juan Ruiz, el futuro Arcipreste, quien había sacado de la tartana, antes del intento del cambio, una colección de pergaminos atados entre dos tablas y los metió a la talega que se colgó al cuello en bandolera.
De pronto, me vino una de esas cosas que se te pasan por la cabeza como una corazonada: Rechivaldo los habría perdido y los habrían encontrado estos bribones en cualquier camino recorriendo los pueblos miserables del reino en busca de barraganas.
Sería mejor arrebatárselos cuando estuviéramos lejos de Mérida, en la soledad del campo, sin posibilidad de pedir socorro. De momento no quiero más sangre — me dije—. Lo ataré a una encina y lo dejaré allí para que se pudra con sus títulos y latines. Había yo dejado la juventud en las cruzadas luchando por Cristo y por la Iglesia para que estos sinvergüenzas se dieran la gran vida.
Me quedé solo con el arciprestillo.
—¡A Salamanca! —le ordené como si fuera su dueño.
Sin rechistar, igual que un moro sujeto a servidumbre, subió ligero al escaño y tomó las riendas sin desprenderse del Tumbo.
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IMG_1423.JPG.

Yo me senté detrás de él bajo la cubierta. Intentó alegrarme diciendo:
—Cuando lleguemos a Salamanca te proporcionaré una buena moza. La semana próxima saco a dos del hospicio que ya cumplen quince años, para llevarlas al Dean y al Chantre de Sevilla como amas de llaves. Elegirás tú primero la que más te agrade. Esas hospicianas son muy refinadas, de muy buenos modales.
—¿Tú las conoces? —le dije simulando apetencia desmedida.
—Claro, desde que eran niñas. Proceden de buen padre y han sido educadas para amas de cura. Saben hacer dulces de todas las clases. Se muestran exquisitas en el trato a forasteros bajando la mirada y reverenciando con ladeo de cabeza, doblan la rodilla lo justo para no pasarse. Disponen los dobleces de los manteles de lino sobre la mesa en el punto exacto, para que cada cuadrante corresponda a tantos comensales como cuadrantes. Esa es la señal que toman los obispos para elegir las mejores a su servicio. Hay que haber frecuentado la curia para saber estos secretos.
Quedé intrigado con lo que me dijo de Sevilla y le pregunté sin más rodeos:
—¿No hay peligro de moros y salteadores en el camino hacia Sevilla?
—De ninguna manera —me respondió—. Todo está conquistado. A los que quedan escondidos por las montañas, poco a poco, los guardias reales los van exterminando. De vez en cuando producen algunas bajas en las huestes cristianas, pero al final quedan muertos todos los insurgentes.
Llegamos de noche al puente de Alcántara. De puente a puente, y tiro porque me lleva la corriente,

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como siempre decía Roderico en sus elucubraciones.

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