El enigma de Baphomet (107)

in #spanish6 years ago

Yo no hurgué preguntando, pero un cruce de miradas nos delató mutuamente. Uno de ellos debió de ver en mí un templario por algún detalle imperceptible a los ojos de cualquiera.
Andábamos errantes por los caminos buscando el más seguro anonimato. Si hablaban occitano o castellano no lo supe, pues yo sólo les oía gorjear en germánico.
Otra noche, durmiendo ya cerca de Burgos, en un establo, al lado de Áureo,
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se me soltaron los dos primeros regueros de lágrimas desde que era niño. ¡Cincuenta mil templarios desperdigados por los caminos! Hacía muy poco tiempo, cuando nos encontrábamos, nos conocíamos aunque no habláramos la misma lengua, blandíamos las espadas brillantes, ondeaban nuestras capas blancas, mostrábamos la cruz en el pecho y en el brazo; lo celebrábamos con vino brindando por las victorias conseguidas.
Lloré hasta que me rindió el sueño.
En Burgos,

Captura de pantalla 2017-11-19 a las 10.15.23.pngpreguntando y preguntando, un mulero me dio referencias de Rechivaldo; por allí sí había pasado hacía dos meses por lo menos; y lo identificaron por el color del caballo con pintas blancas, inconfundibles. Por lo menos ya tenía una pista. Entre Burgos y Logroño paré a cada campesino con el que nos cruzábamos. Todos ellos se quedaban pensando, pero de un caballo con las pintas blancas en el pecho nadie me dio referencias. Lo que sí me ofrecieron como si fuera una costumbre rutinaria fue “pan y vino para hacer llevadero el camino al peregrino” salmodiando los versos con un canturreo.
Al día siguiente por la noche, llegamos a Logroño donde casi todos cogieron una melopea de aúpa y durmieron como niños en los cobertizos de una venta. Mientras dormían me acerqué al Castillo, y, por segunda vez, se me soltaron las lágrimas al ver quemadas sus vigas con las techumbres derruidas y a unos campesinos robando las mejores piedras de los arcos, de los dinteles y de las jambas. Clasificaban las dovelas y se las llevaban con carretas de bueyes. Se me encogía la nariz por dentro y no podía dejar de llorar.
Logroño era la trebde más importante de Hispania. Y se leía en un mapa grabado en maderos a la entrada del pueblo.
Una ruta, por tierra: Puente la Reina, Jaca, Occitania, ROMA.
Otra, por mar: Aragón a Barcelona, JERUSALEM.
Y la tercera, tambien por tierra, hasta COMPOSTELA.
En el Castillo de Logroño me desvié y abandoné a la expedición con la que viajaba. Me encontré con dos adoberos en una obra al lado del camino, haciendo adobes con barro y paja. Cuando les pregunté por Rechivaldo y su caballo, se miraron queriéndose hacer los desentendidos. Sin duda, algo sabían. A uno de ellos le sonaba mi cara —me dijo—, pero no sabía ni dónde ni cuando se había encontrado conmigo. Al despedirnos, uno de ellos se quedó pasmado viéndome montar a Áureo. Cuchichearon y me rogó que desmontara y volviera a montarlo. Al parecer lo hacía de una manera única. Emprendí el trote y me dieron una voz haciéndome volver hacia ellos. Dejaron la pala y el rastrillo a un lado y vinieron a mi encuentro. Estaba tan seguro de lo que decía, que el más alto me espetó de golpe: “Tú eres templario”. Yo me quedé tieso. En ese momento titubeé entre hincar las espuelas saliendo al galope o matarlos. Me tiré del caballo desenfundando la daga. No podía dejar ningún testigo de mi presencia. Por los alrededores no había nadie. Se quedaron paralizados, con las manos abiertas en ademán de calmarme. El más bajo, temblando, se arrodilló, y con el dedo, trazó en el suelo la cruz paté llorando a lágrima viva: “Yo soy el caballero Bellprat. ¿No me conoces?”

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